De esas cenizas, fénix nuevo espera;

Mas con tus labios quedn vergonzosos
(que no compiten flores a rubíes)
y pálidos, después, de temerosos.

Y cuando con relámpagos te ríes,
de púrpura, cobardes, si ambiciosos,
marchitan sus blasones carmesíes.


Francisco de Quevedo


sábado, 1 de febrero de 2014

Flor de Sol (Fragmento del Prólogo)

Hace tiempo que te buscaba, Flor de Sol. Creo que ninguno de nosotros se reconoció de primera vista pero eso ya no importa. Creo, también, que ninguno de nosotros dos pensó en que nuestras historias habrían de ligarse tan profunda y eternamente. Ni que lo hubieran estado desde antes. Que todo el brillo que tienes en los ojos resonaría tan fuertemente con las estrellas de mi alma. Pero pasó Jenny. En uno de tantos y tantos universos paralelos, en este, nos conocimos. Nos tomamos de la mano y jugamos a gritarle al mundo, a Dios, que nos lanzara lo mejor que tuvieran. Dicen que los hombres no saben lo que desean y es verdad. Yo deseé la locura y llegó Adriana, la tempestad; tú deseaste un hombre con armadura para que te pidiera en matrimonio y llegó Ian. Ambos jugamos con los clavos de la misma cruz, Jenny. Y nadie, ni siquiera nosotros —¡menos aún nosotros, hermanados por el sufrimiento desde hacía varios años!— pensó que habríamos de salir caminando juntos del vórtice del ojo de la muerte. Así nos encontró la vida, Flor de Sol: el uno en los brazos de la otra; el otro acariciando los cabellos de la una: la justa recompensa de salir vivos del infierno. Ahora que miro atrás, creo que nadie habría pensado ni podido desear un mejor final que ésta, nuestra historia.


Sé cómo suena decir que nuestra historia no empieza con nosotros. Bueno, sí, con nosotros sí, pero no este año. En realidad, deberíamos remontarnos varios meses (unos cien o diez mil); deberíamos remontarnos varias décadas (unas setenta); mejor dicho y para no hacerla larga, sería preciso regresar hasta el tiempo del Impreio azteca. Hubo un tiempo, Jenny, en que ambos tuvimos la piel morena, los brazos un poco más largos y los dos tu nariz de chile bola como le dices. Tal vez mi rostro fuera un poco más tosco pero no lo recuerdo. Lo que sí puedo ver son tus ojos de estrella, tu figura, tus senos, un poco más pequeños que ahora, tu vientre abultado por nuestro hijo. Y te llamaba Flor de Sol, como entonces, como siempre, y tomaba tu rostro entre mis manos y te decía que te amaba; que ni la furia de los Dioses habría de separarnos. Y ambos reímos y miramos al conejo en el rostro de la luna. A su lado las estrellas titilaban y me preguntabas cómo se llamaba cada una de ellas y te decía que no sabía, que tal vez los dioses las habían puesto ahí para cuidarnos, para cuidar a nuestro hijo, Yaoyotlxóchitl; Flor por tí y Guerra por mí.

Si de por sí me dolía dejarte, cuando supe que traerías a mi hijo a la tierra me mató salir de casa. Caminamos días y días, y cada uno era una espina de maguey que me atravesaba la lengua y el cuerpo; que me picaba el corazón y me doblaba las piernas. "Flor de Sol -pensaba-, acompáñame. Flor de Sol, cuídame y cuida tus pétalos, cuida nuestra semilla que aún no nace. Cuida nuestro fruto. Hoy estoy lejos de tí, Flor de Sol, pero jamás me he apartado. Cuida nuestra semilla, Flor de Sol." No sé si recuerdes la pequeña imagen de una flor de pétalos dorados que llevaba en el cuello. Era un hueso pequeño, casi invisible, que llevaba por collar a la guerra. Siempre hemos estado juntos. Aún cuando nos ordenara el Tlatoani dejar todo y llevar sólo lanza y escudo, ibas conmigo. Más de una vez me amonestaron por desobediencia y más de una vez les dije que mataría antes de que me lo quitaran. Más de una vez me abofetearon por ser un gato y no un jaguar. Y entonces les decía que sí, que era un gato, pero tú eras mi lanza y mi escudo; mi flecha de obsidiana en el cuello del águila. Muchos me miraban y se reían, decían que se me habían quedado los aguacates en casa con mi mujer y entonces les tumbaba un diente y tomaba mis armas y les gritaba que tú eras el único valor y la única fuerza que necesitaba y que si había algún problema me lo dijeran. Y luego me retiraba a mi tienda y me quedaba viendo los pétalos dorados de la flor de sol. Y sonreía y pensaba en tí, en tus ojos de niña, en las estrellas que tanta curiosidad te habían causado. Y entonces entendí que las estrellas no eran los demonios tzitzimime de las leyendas: eran los guardianes silenciosos de tu nombre.