De esas cenizas, fénix nuevo espera;

Mas con tus labios quedn vergonzosos
(que no compiten flores a rubíes)
y pálidos, después, de temerosos.

Y cuando con relámpagos te ríes,
de púrpura, cobardes, si ambiciosos,
marchitan sus blasones carmesíes.


Francisco de Quevedo


jueves, 24 de octubre de 2019

Prólogo - Thelema Blue


Saturno 23, 2809


6:00 am

Este planeta es horrendo, y tendré que vivir seis ciclos, —perdón, seis años— aquí. Hubiera preferido la supergravedad de Júpiter y tener que saltar de ciudad en ciudad… o incluso los mares helados de Hvergelmyr. Pero estos miserables tenían que mandarme a Thelema Blue, un planeta negro, de tierra negra, cielos oscuros y en general, una monocromía absurda. Las formas de vida del planeta son de sílice, pero es estúpido. Con la cantidad de carbono que hay aquí, los thelytes bien podrían ser como nosotros. Ahora que tenerme aquí debe ser un privilegio para todos estos incompetentes. Soy la primera astrobióloga que viene de Úrim a esta pocilga. Ya qué carajos. Sólo espero adaptarme rápido a la gravedad.

7:35 am
Lo que es peor todavía, el planeta está lleno de propulsores. Como tardaba mucho en darle la vuelta a su estrella, decidimos que era muy buena idea llenar el planeta de tubos, cañones, y un montón de basura más para empujarlo y acelerar esta roca negra y podrida a la que bautizamos Thelema Blue. Los ingenieros locales tardaron seis años en que las órbitas de los satélites naturales y del planeta se asemejaran a las de la tierra. Claro que fue un desperdicio de tiempo; planetas como Abenbram E y el santuario Vendigroth funcionan con su calendario propio. Incluso Hvergelmyr, un planeta inhóspito y helado de la región de las estrellas escandinavas, adaptó su ciclo de rotación y traslación a un nuevo estilo de vida. Pero no. Los miserables que llegaron a colonizar este planeta tenían que vivir en la tierra. Yo no sé para que salieron de su casa si sólo se iban a estar quejando de todo. Y de paso, la terraformación casi erradicó a la flora y a la fauna local. Me traen a mí para arreglar sus errores. Me prometieron un paraíso y me trajeron a un deshuesadero.

10:00 am
Estas autotelenotas son útiles. Es probable que les agarre cariño pronto. Según supe, las desarrollaron hace ya unos ciclos en Vieja Tierra; los científicos preferían mandar sus pensamientos a un almacenamiento local (entiéndase, el cerebro), codificarlos en forma de texto y luego descargarlos para trabajar con los pensamientos más útiles. Esta tecnología corrige automáticamente ortografía y sintaxis, y permite separar correctamente oraciones con sólo pensarlas: todos nuestros pensamientos son ahora textos dignos de publicación, y podemos acceder a lo que necesitemos con sólo pensar en algunas palabras clave. Como sea, sirven, y gente más simple como yo nos contentamos con hacer diarios en nuestras mentes. Hoy desayunamos mamut (¿cómo saben a qué sabe?) y la Dra. Isabel Montejano, una granadina mucho más baja que yo, me llevó a conocer mis habitaciones. Nada espectacular. Un huevo blanco como los de los viejos cuentos de Vieja Tierra; en verdad, esperaba algo más creativo, considerando que la Red de Mundos rebasa ya los doscientos cincuenta planetas. Por lo poco que me dijo Isabel, deduzco que varios urímacos llegaron aquí; los colonos nativos de Thelema Blue están segregados y no saben siquiera de nosotros. El agujero de gusano que conecta con Chronos está bajo dominio militar; nadie entra ni sale del planeta sin previa autorización. Al parecer, nuestra investigación será lo suficientemente importante como para requerir una vigilancia perpetua.

5:30 pm

Siempre me ha llamado la atención el hecho de que casi todas las biósferas habitables de la Vía Láctea comparten un sistema horario muy similar al de Vieja Tierra. Algunos dicen que los planetas anómalos poseían rotaciones superiores a las 24 horas, pero que algunos de ellos, sobre todo los terrestres, se frenaron usando turbinas de desaceleración. La traslación siempre es más difícil, y cada mundo lleva su propia cuenta de los ciclos. Thelema Blue sólo tiene seis meses. Las estaciones duran mes y medio, y los locales dicen que son tan parecidas las unas a las otras que sólo hay verano e invierno. Como sea, llevo casi 12 horas con el trasero pegado a este basurero. Uno creería que las instalaciones de investigación de cualquiera de los planetas de la Red estarían mejor alimentadas, pero no. Proteínas en barra. Los fines de semana, como hoy, carne artificial y verduras clonadas. Me voy a desmayar.

6:15 pm

Los atardeceres no están mal. Supongo que en Vieja Tierra y en Úrim son mejores; el sol es una estrella fuerte todavía. A los desgraciados de la Biósfera 264 les tocó una enana roja ya medio muerte. Me dicen también que la terraformación fue difícil, y que muchos temían que sucediera un desastre ambiental como en 238, Novarii. Aquel planeta fue una pérdida total; la inteligencia artificial de la nave se estancó y desarrolló una especie de híbrido entre máquina y planta. Durante algunos ciclos se pensó que Novarii y su estrella, Sirius C, no eran reales; un viejo mito de días más oscuros, de cuando la Planetomaquia devoraba cruceros de batalla y naves seminales por igual. La destrucción de Thelema Blue se evitó, dicen los nativos, gracias a que un tal James R. logró estabilizar la atmósfera artificial lanzándose a las turbinas de enfriamiento del núcleo de inteligencia artificial del terraformador central. Su sangre le proporcionó la información que necesitaba, y las máquinas ajustaron sus valores para sostener la vida humana. A mí me suena a mucha, muchísima mierda, pero oye, es lo que dice la gente, y alguna gracia debe tener este lugar.

Si no puedes tener una ciudad bonita, al menos ten buenas historias.

7:30 pm

Isabel entró al cuarto hace rato, me llevó con la doctora Astrid o’Riley, luego con René Stillwater, el físico del equipo. Le pedí un descanso, pero Isabel insistió en conocerlos a todos, y como sólo faltaban dos miembros más del equipo al que me asignaron, accedí a seguir adelante. Encontramos a Betty Hollowind encerrada en su habitación, platicamos un poco y me dijo que era genetista y que no esperaba que la bióloga fuera un gnomo. Vaya. Yo me presenté una vez más, con la letanía que llevaba recitando toda la hora: Mucho gusto, soy la astrobióloga Sol de la Torre y el Mar, vengo del sistema Solar y estoy muy feliz de estar aquí. Betty me dijo que no tenía que ser tan plana ni tan falsa, y eso me ayudó mucho a relajarme. Al menos, Isabel y ella parecen sinceras.

Oscar ibn-Hasif, el estadista, estaba lejos. Lo habían mandado a las ruinas de Charlot Dell a evaluar los daños. Isabel me aseguró que el lunes todos estarían ahí. Me acompañaron las dos a mi cuarto, platicamos un rato más, y a las siete veinte me dejaron sola.

10:00 pm

Cené poco y en mi recámara. El comedor Delta alberca a casi doscientas personas; los registros de la colonia dicen que este laboratorio, Lapisláluna, está habitado por al menos tres mil individuos, lo que me ha llevado a asumir que hay, al menos, otros catorce comedores. La mayoría de los equipos se dedicarán al estudio de los restos de la flora y la fauna nativas de Thelema Blue; las adaptaciones que la terraformación les obligó a hacer serán útiles para entender mejor el ecosistema primitivo del planeta y hacer proyecciones retrospectivas. Por otro lado, estas mutaciones naturales, que se ajustaron a nosotros, serán consideradas para insertarse en nuestros propios cuerpos. Tengo entendido que Chronos está buscando disminuir el impacto de las terraformaciones en los planetas nuevos, y si podemos insertar los genes vestigiales en nuestro propio ganado, habremos dado un gran paso para apagar las estaciones de terraformación, ahorrarnos un buen tanto en mantenimiento, energía, e importación de gases de otros mundos y asteroides.

            La cuestión será ver si los organismos lo soportan. Casi todos los humanos de Vieja Tierra son parecidos a los de Úrim, pero será preguntarle a la genetista, cuyo nombre ahora no recuerdo, qué tanto podemos insertarlos en nosotros los gnomos, que somos la raza más frágil del universo, gracias, o si será posible que los trolls no rechacen estas mejoras, como otras tantas, debido a su metabolismo fungal. Sea como sea, mi equipo trabajará en un agente regenerativo, una combinación de la sangre de los trolls de Úrim con los radicales genéticos de la población local; yo, en particular, tengo el encargo de hacer simulaciones de formas de vida basadas en los fluorocromos, los compuestos naturales más abundantes de Thelema Blue.

10:50 pm

Debo admitirlo: las noches del planeta son hermosas. El horizonte adquiere un brillo azulado; la superficie del planeta está cubierta de sustancias fluorescentes, que le dan un brillo espectral por la noche, y que salvan, por mucho, los atardeceres mediocres de la enana roja. Se dice que las primeras sondas de exploración mandaron fotografías y la gente de Chronos eligió el nombre del planeta mucho antes de que hubiera siquiera una misión para colonizarlo. Los edificios ovalados del laboratorio Lapisláluna casi se desvanecen con la luz nocturna; me puse a investigar y al parecer, también hay zonas del planeta que brillan con luces verdes y moradas. Desde el espacio, la Estación Local manda fotografías de una esfera polícroma, no muy diferente de las auroras boreales de Vieja Tierra y de todos los planetas con estrellas amarillas. Creo que empiezo a verle, un poco, la gracia al lugar.

Prólogo - La Sangre del Mictlán


Neptuno 23, Ciclo 472, Tercera Era
Tenochtitlán

El incienso lo embriagaba, le hacía sentir una punzada entre ambos ojos, un peso que lo jalaba hacia el suelo de roca y agua sobre el que se encontraba sentado. Si fuera menos perceptivo, Eztliohtl habría podido ignorar la corriente que pasaba justo entre sus piernas, al lado de sus pies, que le escurría desde más allá del cielo de roca de Tenochtitlán, y habría podido enfocarse en su visita a Tezcatlipoca. Pero todo lo distraía, sobre todo el dolor de cabeza. Estaba inquieto desde hacía varios días; los enanos y los elfos movían noticias de una enfermedad que se extendía al sur de Úrim. Y también estaba su padre, que no lo dejaba en paz, aunque tenía ya casi una década que no vivía con él. El sacerdote mayor lo había visto, y pidió a Mixcóatl que lo dejara vivir con ellos un tiempo, en lo que los tzitzimime lo abandonaban. Su padre accedió, con la condición de que festejara el cambio de ciclo con ellos, todos los ciclos, mientras durara su entrenamiento. El sacerdote que lo entrenaba notó que se distrajo. Lo había hecho antes gracias a su ojo de humo, y probablemente entonces también.
    ¡Concéntrate!

El látigo le llegó desde las sombras y le levantó la carne de la espalda. Apretó los dientes. El dolor le serpenteó hasta la garganta y las uñas se le clavaron en la carne del coraje. No había mucho más que hacer. La sangre se mezcló con el riachuelo, que escurriría a través de toda la pirámide, ayudaría a lubricar las puertas y, finalmente, se integraría a la calzada fuera de ahí. Se acomodó nuevamente sobre la piedra que le servía de asiento, sobre el riachuelo, e inhaló. El olor de la resina quemada le llenó los pulmones y acentuó todas sus aflicciones antes de hacerlas desaparecer. Estaba listo para viajar otra vez. Se acomodó una vez más, bajo la supervisión del sacerdote, miró el suelo y, poco a poco, sus párpados le ganaron.

Vio, como cubiertos con una noche estrellada y profunda, sus brazos, las marcas de los rituales pasados, los tatuajes en sus brazos, el templo, la calzada de roca, cubierta con decenas de imágenes de Tonatiuh, luego la caverna completa y, por fin, llegó entre sueños a la Selva de Jade que se había enraizado y trenzado sus raíces por encima de ellos. Encontró al jaguar al que había estado buscando desde hacía meses; sabía que era el mismo porque, justo entre los ojos, tenía una marca verde, como un jade de cristal clavado entre ceja y ceja. La bestia no podía verlo, pero sabía que había algo cerca de él. Los sacerdotes le habían dicho que las marcas en su piel indicaban el día y hora exactos de su nacimiento, un mapa estelar que reunía toda la información que necesitaban los dioses para llevarlo a su lugar en el Mictlán; por eso, decían que no había dos jaguares con las mismas manchas, ni con la misma piel. Se acercó con cuidado, a través del humo que rodeaba a la bestia, y poco antes de llegar, tropezó con una raíz. La bestia se sobresaltó y salió corriendo, desvaneciéndose en una nube de humo que se perdía en el humo.

Eztli abrió los ojos para ver de frente a la enorme placa de piedra del Tonatiuh frente a él. Había fallado otra vez. Xihualpatlitzin estaría furioso. O quizás no. La última vez lo había mandado azotar, y todavía una vez anterior a eso, sólo inhaló, se clavó una espina de maguey en la lengua y repitió una plegaria de hueso y carne. Se culpó a sí mismo durante un rato del fallo de su estudiante, y le ofreció a Xipe-Totec una piel de coatliquetzal entera si con ello perdonaba a su estudiante. Nunca supo si su Señor, el Desollado, le respondió, pero dado que le permitió seguir estudiando en el calmécac, asumió que sí. Volvió a cerrar los ojos, pero otra vez, no podía concentrarse. El dolor del trasero crecía. Las piedras del suelo le habían hecho ampollas en la parte baja de los muslos y el constante flujo del agua le hinchó los dedos. Entró al mundo de humo y esperó a que el sacerdote saliera de la habitación. Estuvo caminando alrededor de sí mismo, mirándose. Su padre, de unas cinco varas de altura, le había heredado los ojos de resina, dorados, y la nariz pequeña. Todo lo demás era de mujer. Su madre medía cuatro varas y dos nudos, apenas más pequeña que su padre, pero él no llegó ni a las cuatro. Era más bien delgado, y los ciclos que había vivido entre los templos de Tenochtitlán lo habían hecho también un tanto blando. Abrió los ojos, inhaló el copal quemado una vez más, se levantó acalambrado y salió de la habitación, rodeado de un humo distinto. Cada que viajaban al otro lado, éste cambiaba. Xihualpatli sabía leerlo; llamaba a ese ritual el ojo de humo, pero nunca había estado seguro de sus poderes. Algunos decían que competían con los de los enanos, y unos más, que los trolls mismos habían retrocedido ante la furia del sumo sacerdote. Él había visto algunas cosas también, claro. En una ceremonia a Huitzilopochtli, a la que habían invitado a los enanos de Gal’Naar, hizo que el Mixatli, campeón de las Guerras Floridas contra Tlaxcala, dejara de sentir dolor, como un último tributo a su valentía y a su fiereza. Detuvo toda la sangre dentro de sus venas y luego, le arrancaron el corazón de un tirón. El Guerrero Tortuga tuvo tiempo de verlo fuera de su pecho y gritar algo, un aullido de guerra, antes de extinguirse.

Siempre pensaba en la gloria de la guerra, en la sangre, en el mundo que él no quería para sí. Y casi siempre, lo seguía la figura del jaguar que tantas veces se le había ido ya. Las ramas de algunos ahuehuetes se colaban en los pasillos, que escalaban hasta el cielo con sus muros de granito verde. Sobre ellas, los quetzales y los cenzontles de Tenochtitlán volaban libres, cobijados por la colosal Caverna del Sol, la primera de cientos que se excavaron en la península de Vinland. Había mitos, como siempre. Eztliohtl sabía de los Dragones, hijos de Quetzalcóatl que se habían revelado y que calcinaron las viejas ciudades. El Códice Yaoyotlxóchitl los pintaba como monstruos gigantescos, imparables. Se decía que el Popocatépetl eran los restos petrificados de uno de ellos, uno de los siete que los mandó a vivir bajo tierra. Hacía tanto de eso, y estaban ya tan hechos al canto del agua entre raíces, al latir de la roca, que a nadie le interesaba volver a reclamar la superficie. Además, los enanos sabían cosas, y les revelaron secretos de arquitectura que les permitieron reforzar los muros y establecer su dominio en toda la región. Vivían cómodos, en paz, y habían podido prosperar.

Anduvo agachado durante unos diez minutos, hasta que llegó a la plaza del calmécac. Xihualpatli practicaba cerbatana con algunos aprendices. Su figura delgada, casi escuálida, se alzaba seis varas sobre el suelo. Pese a sus sesenta ciclos de edad, se mantenía firme, y el cabello, de una obsidiana absoluta, le bajaba hasta la cintura. A los sacerdotes les tatuaban las palmas de las manos, pero sólo el Sumo Sacerdote, el más grande de todos, se tatuaba lo blanco de los ojos. Era un símbolo de poder. Le decían al mundo que se alejaban de él, que dejaban de ser humanos para transformarse en otra cosa. Un heraldo o una voz. Un Intérprete del Humo. Cada tres dedos, tenía anudado un pequeño aro de madera, o un hueso, que cascabeleaban e imitaban el ritmo de sus pasos. Los muchachos reían y se disparaban bagazo de caña los unos a los otros, el sacerdote los golpeaba de vez en cuando con una vara para que dejaran de hacerse los estúpidos, pero incluso él reía de vez en cuando.  Recordaba su entrenamiento con nostalgia. Alguna vez, Mixcóatl, su padre, le dijo que no tenía ni las agallas ni la fuerza de un verdadero mexica, y que por eso los sacerdotes lo habían adoptado. Le insistió que podría ser un Guerrero Serpiente; que quizá jamás tendría la velocidad o fuerza de sus hermanos, pero podía y sabía pensar. Su padre ni siquiera le contestó. A los dos días, un grupo de teopixque lo sacó de su casa gritando y pataleando y lo arrojó a los brazos de Xipe-Totec. Desde el primer día lo tatuaron con carbones y tinta de cochinillas. Al segundo ciclo le hicieron sus perforaciones, le marcaron la cara con aros de metal y le tatuaron una serie infinita de conchillas y flores en los brazos. En ese entonces no lo entendía, pero pronto se enteró que eran las marcas rituales de los piromantes. También le enseñaron a llamar a Tláloc usando tambores, pulseras de semillas, caracoles y palos de agua, y desde que tenía trece ciclos de edad, se unió a la danza de protección que hacían al iniciar la Estación del Fuego. Y, como los ataques de Tlaxcala y Cholula eran constantes, y también constante eran las incursiones de Tenochtitlán a las ciudades de los alrededores, les enseñaron a defenderse, por si alguien, algún día, tenía el temple para desdorar los lugares de culto de los dioses.

La piromancia del Sharran se había colado hacía eones a Tenochtitlán, y casi todos los sacerdotes eran expertos manipuladores del fuego. Se decía que hacía milenios todos podían manejarlo, pero algo pasó entre la Segunda y la Tercera Era que hizo que la Academia y los Relicarios se dedicaran a exterminar a los magos, y a limitar el uso de la magia en las ciudades libres de Úrim. Algunos decían que eran dragones. Otros, que los trolls de Thule habían roto el cerco del Imperio Orco. Sea como fuere, en el calmécac les hablaban sobre el Gran Vacío, la fuente de toda la magia del planeta, y los sacerdotes afirmaban que se estaba agotando.

Esperó hasta que terminaron las prácticas. El sumo sacerdote Xihualpatli lo había visto nada más entrar, pero no le había prestado atención, no con la mirada, al menos. Eztli lo sabía. Había usado su ojo de humo para mirarlo, para vigilar cada latido, cada pensamiento. Lo había observado y sabía de su fracaso desde antes de que Eztli abriera la boca. Estaba nervioso. Cuando Xihualpatli volteó y lo perforó con aquellos globos negros, absolutamente negros que tenía por ojos, sintió que la sangre bajaba, bajaba, hasta las entrañas del Mictlán.

miércoles, 23 de octubre de 2019

Las Ruinas de Uruk

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Las Ruinas de Uruk

Ciclo 85, Cuarta Era
En algún punto de Ea-Anu, el Polo Norte

Corrieron hacia la enorme gruta que se abría entre las laderas de la cordillera, donde la tormenta de nieve no pudiera alcanzarlos. Al sacrificar a las bestias podían cubrirse del frío; de haberse aferrado a los camellos, seguramente ya estarían todos muertos. La caverna a la que llegaron era tan grande que las quince personas que formaban el grupo de exploración cabían cómodamente y no tardaron en hacer una fogata para quitarse de encima la frialdad del exterior. El Acamar, capitaneado por Bakri Musif, había navegado durante dos meses hacia el norte de Granada, la Primera Ciudad, pasó junto al Árbol del Mundo de los viejos mapas y siguió navegando sin variar el rumbo. Encontraron una costa, apenas cubierta por un par de kilómetros de vegetación y, después de eso, hielo. Hielo hasta donde alcanzaba la vista. Una blancura infinita que se extendía al norte, al este y al oeste, y sólo el sur conservaba una promesa de vida más allá del horizonte. Los hombres decidieron que sería más fácil moverse por el mar hasta donde el hielo se los permitiera. Una semana después, con pocas reservas de carne de camello secas y cercados por un hielo tan denso que no podían quebrarlo con los débiles hechizos de los piromantes de a bordo, decidieron seguir a pie. Dos semanas después de abandonar el barco encontraron una enorme cordillera helada, formada quizá por la caída incesante de hielo y nieve. Se decía que hacía muchos ciclos, los enanos vivían en las cordilleras de Gal’Naar, pero éstas habían desaparecido, hasta donde sabía Granada, luego del Desgarre. Tenía días que habían dejado los últimos restos del mundo conocido, y estarían llegando a la orilla del mundo, el enigmático páramo helado de Ea-Anu.

            Las sombras nacidas de la hoguera lo distrajeron de sus pensamientos. Las estalactitas de hielo goteaban sobre ellos y a pesar de las gruesas cobijas y abrigos en los que iban envueltos, las ráfagas de aire glacial se colaban por la apertura de la cueva y les atravesaban los huesos. El olor de la carne asada lo hizo salivar y lo distrajo un poco del hielo del exterior. Comieron un poco y durmieron aquella noche en un campamento improvisado; por la mañana, se dieron cuenta de que la tormenta de nieve no se detendría. Sólo les quedaba internarse más en la gruta. Los piromantes conjuraron llamas para iluminar la caverna. Los muros de hielo se elevaban por más de veinte metros por sobre sus cabezas y era lo suficientemente ancho como para que pasaran veinte hombres, codo a codo, a través de ella. Pronto descubrieron que había un riachuelo que fluía dentro y cien metros más adelante encontraron aguas termales. El grupo entero se acercó y pudo ver una pequeña luz azul al fondo del agua, lo que le daba un aire espectral. El vapor les produjo escalofríos y pudieron agradecer a los Guardianes por el descanso. Decidieron dejar las casas de campaña y todo cuanto estorbara al lado de las aguas termales. Llenaron sus pellejos con el riachuelo y decidieron dividirse en dos grupos; el primero, cuidaría las cosas y analizaría los mejores cursos de acción y el segundo iría a explorar. Bakri Musif se llevó a diez hombres y Alif y sus compañeros vieron a los demás alargarse en una sola sombra.

Hablaron un rato, pero el eco de las cuevas los ponía nerviosos. Entre el goteo del agua y la ansiedad de la espera, los cinco hombres no pudieron ni hacer planes, ni concentrarse, ni nada, así que aprovecharon el tiempo para hacer una caminata de reconocimiento; con eso, al menos no se sentirían unos inútiles. Se dividieron por parejas. El timonel, Kaamal, era un granadino robusto, más bien obeso, pero las semanas que habían pasado en el norte habían provocado una rápida disminución de peso. Bebía mucho y siempre tenían algo que contarle. No eran amigos, pero se agradaban. Y Alif agradecía la compañía. La oscuridad los envolvía con un manto pesado, tan pesado que, de no ser por la piromancia, no habrían podido avanzar sin perderse. Kaamal avanzaba con paso firme junto a él sin dirigirle una palabra. Los últimos días habían sido así: hablaban sólo lo necesario; el hielo les había trabado las mandíbulas unas con otras. Alif guiaba el camino de ida con su fuego; era mejor que uno ahorrara energías para después. Habrían pasado unos veinte minutos cuando vieron un resplandor a la distancia. Los granadinos aceleraron el paso hasta la fuente de luz: un sinnúmero de plantas de más de tres metros de altura se extendía a lo largo y ancho de lo que parecía ser una tierra de cultivo. Los granos eran tan grandes que habrían necesitado al menos seis hombres para moverlos y seguramente podrían alimentarlos a los quince sin problema alguno.
     No hablan de esto. — Murmuró Alif.
     ¿Cómo?
     Los libros.
     Ah, eso. — Kareem hizo un gesto de exasperación y lo dejó atrás. Avanzó con paso decidido a una de las plantas y arrancó un pedazo de una de las brillantes hojas que aparecían frente a él.
     Esos libros nos trajeron aquí.
     ¿Y cuál es tu punto?
     Que no podemos comérnoslo sólo así. Nadie los había visto antes, no están documentados. Ni siquiera sabemos por qué brilla. Quizá hasta es venenoso.
     ¿Se te ocurre algo mejor? — Kaamal sacó un puñal que traía consigo y se acercó a uno de los granos de medio metro de altura que tenía frente a él. — Nos queda carne para hoy y mañana, nada más.
       Yo no me voy a arriesgar. — El timonel lo miró fijamente a los ojos, cortó un pedazo de un tajo, se lo metió a la boca y, antes de que alcanzara a darle una mordida, la semilla se licuó. Kaamal escupió a un lado. — ¿Pero ¿qué…? ¿Qué carajo es esto? — Se quedaron quietos un par de segundos.
     ¿Y bien?
     Es ácida, como una naranja, pero sabe también a dátil. — Hizo una pausa, miró con cierto miedo a Alif, pero su postura cambió de inmediato. Una energía espontánea le renovó los ánimos y cortó un pedazo más grande. — Deberíamos llevarnos una al campamento.
     No seas imbécil. — Alif lo miró a los ojos, la llama en su mano agonizaba. No quería admitirlo, pero se sentía cansado. — Primero hay que ver si sobrevives.
     No seas ridículo. Vamos de regreso, me toca a mí. — El timonel conjuró una llama, y para sorpresa de ambos, ésta surgió con una potencia que no había visto en días. — ¿Seguro que no quieres probarlo?
     Si no has muerto para mañana, lo consideraré.

Regresaron al campamento media hora después, Kaamal mucho más revitalizado que cualquiera de los exploradores del Acamar. A pesar de las advertencias de Alif, Kaamal les contó a los otros tres guardias de las plantas mágicas que se deshacían en la boca y rejuvenecían a quien las consumieran. Alif les sugirió esperar al resto del grupo y aceptaron a regañadientes. Con el frío apenas controlado por los vapores de las aguas termales y la posibilidad de restaurar sus energías a la mano, Alif temió que hubiera una revuelta o algo peor; el desconcierto de una oscuridad tan gigantesca que no les permitía ver el techo de la caverna, por el otro lado, bastaba para convencerlos de que permanecer juntos era la mejor ruta de acción. Pasaron dos, tres, cinco horas — en las que, además, Kaamal no parecía haber enfermado— y, por fin, medio día después de que partieron, los exploradores regresaron.
     Caminamos al noroeste por dos horas, lo más recto que pudimos. Quemamos el hielo para no perdernos de regreso. —  Hizo una pausa y buscó la confirmación de sus compañeros, que asentían mientras hablaba, escupió a un lado y siguió. — Mientras más avanzábamos, más nos parecía que el hielo bajo nuestros pies se coloreaba, justo como en las aguas termales. Antes de que pasara mucho tiempo, nos dimos cuenta de que veníamos sudando. Tajim fue el primero en quitarse el abrigo.
     Hacía mucho calor. — Dijo Tajim. Era uno de esos marineros afectados por una variación especialmente agresiva de la bacteria Coralis Intracarnisensis, que dejaba idiotas o mutilados a quienes la sobrevivían. Era tratable, y sólo la gente más pobre sufría sus efectos más severos. Alif lo había visto desde que abordaron el Acamar, y deseó que nunca lo pasaran por la borda como a aquel desgraciado. — Hacía calor.
     Quizá más que aquí, — prosiguió Bakri — pero nos dimos cuenta hasta más tarde. Porque primero vimos los muros de permahielo.
     Más de cincuenta metros de alto.
     Había caracoles y conchas de mar enterradas en sus paredes.
     Encontramos una escalera hecha con los restos de un cangrejo; ese monstruo debía tener al menos siete metros de alto. — Bakri los miró a todos, y viendo que Alif no citaba sus jodidos libros para interrumpirlo, prosiguió. —  Cada peldaño medirá al menos tres metros, pero también había un canal en la orilla, como una especie de remate por el que hubiéramos podido subir. No lo hicimos, claro. Para entonces ya era difícil ignorar el hambre y decidimos volver.
     Entonces, — dijo Kaamal, mientras sacaba una pipa y se recargaba en una de las cobijas que habían dejado los exploradores en el suelo a su regreso — ¿nos están diciendo que encontraron un edificio?
     Así es. No sabemos quién lo hizo. — dijo Bakri. Inhaló, cerró los ojos como si buscara entre sus recuerdos y se adelantó a la pregunta que todos tenían en mente. —No, no creo que hayan sido hombres. Escuché de enanos acá en el norte, pero si los hubo, yo creo que ya se les congelaron los culos. — Bakri sonrió. — Deberíamos ir a buscar oro en las salas de los viejos reyes.
     Nadie ha visto a un enano desde el Desgarre, ni siquiera a los de Skølsgarde. — Alif se aclaró la garganta. — Mi abuelo me contó sobre las columnas torcidas de Bael-Ungor cuando era niño. Decía que un puente de cristal cruzaba por cientos de kilómetros un lago subterráneo, y que las columnas torcidas que surgían desde el fondo de una galería interminable se alzaban casi doscientos metros por encima de sus cabezas. Pero los enanos siempre tuvieron todo bien iluminado. No por ellos, sino por quienes fueran a visitarlos a las forjas subterráneas.
     Pero todos están muertos.
     Quizás.
     No eran ruinas enanas. — afirmó con aplomo Bakri — He visto algunos esquemas y dibujos en Granada y no tenían parecido alguno. No, éstas eran más bien lisas, estaban hechas de un hielo que no se derretía a pesar del calor, tan duro que no pudimos hacerle mella con las dagas.
     Supongo que iremos luego de descansar.
     Así es.
     Nosotros tenemos algo que contarles. — dijo Kaamal. Alif sintió una punzada en el estómago, pero considerando que Kaamal seguía vivo y no parecía haber enfermado, supuso que no había problema en decirles, e incluso se vio tentado a comer él mismo un poco de aquellos granos azules que encontraron. — El idiota de Hasán y yo fuimos al este mientras regresaban y encontramos estas plantas mágicas.
     Le dije que no comiera.
     Como siempre, nuestra conciencia. — Kaamal le dio una palmada en la espalda, a lo que Tajim y el resto siguieron con una risotada. — Ignoré al blandengue éste, corté un pedazo de la semilla y me lo tragué. Fue como comerme un camello entero.
     Entonces no es venenoso.
     Si fuera igual de potente que esto, un veneno de esas plantas me habría matado al instante.
     Tiene sentido. Entonces, — dijo Bakri, poniéndose de pie — llévanos allá. Todos podríamos comer algo más que esta carne rancia y estaremos de regreso antes de dormir.

Apagaron las llamas. Kaamal iba en la cabeza, junto a Tajim, que al menos servía para alentar al guía lo suficiente como para que los demás se pusieran al corriente. Alif y el capitán iban hasta atrás, discutiendo los posibles riesgos de ingerir la planta. No le ha pasado nada, recalcó Bakri una y otra vez, como convenciéndose de que había tomado la decisión correcta al llevarlos a todos allá. Como dijo Kaamal, llegaron pronto y encontraron la semilla que había cortado en la primera vuelta. En esta segunda excursión, Alif se fijó en más cosas. Las plantas estaban sembradas directamente sobre el hielo, no en la tierra, y quizá era por eso por lo que se deshacía en las bocas de quienes la ingerían. Están muy bien alineadas, y no necesitan tierra. Parece la obra de una mano consciente y no de un azar de la naturaleza, escribió Alif. Es probable que estemos entrando en el territorio de una civilización antigua; no quiero afirmarlo aún, pero podrían ser los gigantes.  También se percató de que entre dos personas podían mover uno de los granos, a pesar de estar hechos de celulosa y fibra muy parecidas a las del trigo que conocían en Granada. Al final, cedió al hambre. Si era cierto que las plantas mágicas podían curarlo a uno del hambre por horas, entonces no perdía mucho intentándolo. Apenas puso un fragmento de semilla entre sus dientes sintió una oleada de calor extendiéndose de su lengua hasta sus pies y de la boca a la cabeza. El regreso fue mucho más animado, sobre todo porque llevaba cada quien uno de los enormes granos que los habían salvado de una muerte segura. Durmieron mejor que en meses, algunos dijeron que en décadas, y despertaron con interés renovado por las ruinas. Alif le comentó sus sospechas de que pronto encontrarían reliquias del pasado, Bakri sonrió, le dijo que podrían comprar un barco igual al Acamar si era cierto, y encabezó la segunda expedición. Desmontaron las tiendas y se llevaron el campamento consigo. Aprovecharon el calor de la cueva para quitarse los abrigos y formar camillas sobre las que transportaban todo cuanto arrastraban desde que habían llegado ahí. Tres horas después, vieron un destello azulado que se alzaba más allá de la bóveda de la cueva e iluminaba lo suficiente como para que pudieran reconocerse las cicatrices los unos a los otros.

Alif Hasán escribió: Jamás pensé que vería algo como aquello. Era como si el fondo mismo del Gran Mar Océano se hubiera levantado por capricho de algún dios cuyo nombre desconocíamos y que, evidentemente, había dejado Úrim hacía muchos, muchísimos ciclos. No lo digo sólo por el monstruoso volumen del edificio, sino por la cantidad de caracoles, cangrejos, conchas, peces y rocas que adornaban las entrañas del hielo. Las paredes, de una altura bestial, eran frías al tacto y, sin embargo, lo hacían sentirse a uno como en casa. Quizá “cómodo” es la palabra más acertado. Los muros parecían vibrar a nuestro alrededor como vibran las paredes de las ciudades en las que los camellos y las carretas circulan con frecuencia y levantan pequeñas tormentas de arena a nuestro alrededor. Quizá era esa misma sensación la que nos llevó a aceptar todo cuanto veíamos como algo un tanto más natural, algo cercano a nosotros y no como lo que debió parecernos siempre: algo extraño, dislocado del tiempo, como debió ser la vida al principio, cuando el primer elfo abrió los ojos y vio los montes y los bosques del mundo y sintió que nada de aquello le pertenecía; cuando nosotros mismos apenas salíamos de Granada sin saber que, rodeados de los cuentos y fantasmas de la eternidad, caminaríamos en las orillas del mundo sepultados bajo la blancura infinita de Ea-Anu.

El calor que irradiaba el edificio de permahielo había creado una caverna hueca alrededor de él. No tardaron en encontrar los escalones de los que hablaron mientras cenaban. Los peldaños eran tan altos que ninguno de ellos podía subirlos ni siquiera si saltaba o si dos se coordinaban para elevar a un tercero y Alif estimó que tendrían al menos tres metros de largo por tres de alto. Pero las orillas de la ciclópea escalinata presentaban un canal, una especie de barda decorativa, de tres metros de ancho, lo suficientemente rugosa como para permitirles escalar por ahí. Subieron y subieron, el techo de la caverna, que antes les parecía inalcanzable, comenzó a quedarse atrás. Ascendieron tan lento y con tanto esfuerzo que Alif entró en un trance que debió durar alrededor de una hora. Se enfocaba en la pierna que descansaba para no sentir la que se movía, y cuando cambiaba de pierna, su atención cambiaba a la otra. Por fin llegaron a un arco, tan desproporcionadamente enorme que no fue sino hasta que estuvieron parados entre las columnas de oro —que tampoco podían mellarse ni deformarse por más que lo intentaron— que se dieron cuenta del tamaño que debía tener la gente que lo construyó. Si de verdad habían sido manos mortales quienes lo crearon, debían tener al menos unos quince metros de alto. El edificio debía tener unos ciento ochenta metros de alto; cada uno de los pisos —que ahora podía ver claramente— tendría sesenta metros de alto. Se sintió sobrecogido por las revelaciones, aunque sus compañeros más bien parecían felices de por fin poder descansar.

Tenían cuatro caminos, aunque una sola opción. Debían moverse como grupo y sólo podían elegir uno de los cuatro caminos que aparecían ante ellos. El primero era volver, dos de ellos, el de enfrente y el de la derecha, los obligarían a bajar y se perderían aún más dentro de la cueva, y la última, la izquierda, les presentaba una explanada de cien metros de ancho, más escaleras, más pisos. Tajim les comentó poco después que en aquella dirección había suficiente espacio como para montar un campamento si así lo desearan. Al final, Bakri decidió seguir adelante con la exploración y tomaron el camino de la izquierda. El hielo azulado bajo sus pies los tenía algo nerviosos. Habían comprobado que les sería imposible romperlo, pero saber que había animales vivos dentro de él no dejaba de inquietarlos.

            Resbalaron por uno de los canales de la nueva escalera, caminaron diez minutos y subieron otros diez por la siguiente escalinata. El grupo entero protestó y decidieron acampar en el que sería el tercer piso de un edificio colosal. Hasta entonces había reparado poco en los diseños de las conchas y piedras engastados en lo que parecía una pared exterior de los muros. Mientras más los veía, más seguro estaba de que se correspondían con las estrellas del norte, y reconoció enseguida la constelación de Sipasi-Anna, un nombre que venía de lejos, desde muy atrás en la historia, y cuyas estrellas contaban la historia de una cazadora de los tiempos de los gigantes que desafió a los dioses de la muerte y se inmortalizó en el cielo. En Granada les habían enseñado a navegar usando las estrellas, pero ¿quiénes les pusieron los nombres? Algunas tenían mitos entretejidos con sus nombres —recordaba a Saiph, a Nahr y a Alioth, los dragones, eternos ahora como estrellas— pero otras sólo se llamaban así. Estuvo analizando el hielo otro rato, en lo que los demás montaban las camas y extendían las cobijas para acostarse. La temperatura se había estabilizado desde hacía ya unas horas; no tenían ni frío ni calor, e incluso algunos llegaron a decir que se sentían refrescados por una corriente de aire cuando subieron. Los muros estaban hechos de dos capas: una sólida de permahielo, que rodeaba y daba forma a la estructura, y una líquida en medio, en donde vivían todos aquellos peces que no conocía, y que, Alif deseaba, algún día tendría la oportunidad de clasificar. Comieron de sus semillas mágicas y se fueron a dormir. Aquella noche soñó con una voz que le prometía revelarle los secretos de la ciudad. Despertó poco después de Bakri, pero antes que todos los demás. El capitán se encontraba mirando los acuarios de los muros.
     Son increíbles, ¿verdad? — Bakri solía hablar con todos ellos; era parte del secreto de por qué tenía una autoridad tan sólida dentro de su barco. — Si mal no recuerdo, estás contando las maravillas del mundo. ¿Cuál fue la última?
     Yggdrasill, el Árbol del Mundo.
     Pues puedes poner este edificio junto al resto. ¿Lo conocías?
     No, y no recuerdo haber leído sobre algo así. — El campamento despertó poco a poco, y en ese momento, Alif escuchó las voces de sus compañeros. — Si quienes hicieron esto conocían las matemáticas, quizá también hayan sabido escribir.
     Es posible. — Bakri se dio media vuelta y se dirigió a los demás. — ¡Todos de pie! ¡Nos vamos!

El temor del día anterior se había disipado y lo reemplazó una curiosidad que crecía paso a paso. Retomaron la marcha después del desayuno, subieron por una nueva escalera y ante ellos, justo al centro de lo que Alif consideró una pirámide, se erguía una puerta de sesenta metros de alto, hecha de láminas de una piedra azul con manchas de oro y nieve a la que los toledanos llamaban lapislázuli, con permahielo engastado en el centro y decorado con zafiros, esmeraldas, topacios y diamantes tan grandes que los exploradores estaban seguros debían ser falsos. Los rubíes excedían los dos metros por lado y habían sido exquisitamente tallados por manos no humanas, al menos, ninguna que Alif conociera. Comieron, durmieron un par de horas más, y cuando se acercaron poco después al monolito, lo vieron: la puerta de la estructura estaba entreabierta.

Nunca supo si fue por protegerse, pero todos se agruparon en un círculo, unos al lado de otros. Las galerías del interior sobrepasaban por mucho el ancho de cualquier templo o fortaleza humana que ellos conocieran; Alif calculó que tendrían al menos veinte metros de ancho. La oscuridad era prácticamente nula. El brillo de las paredes, aunque tenue, alcanzaba a iluminar la altura de la cueva, y parecía que no existía sombra alguna que pudiera abarcar los colosales muros de hielo. A pesar de que avanzaban a un paso considerable, las estancias se prolongaban en una rectitud sin fin, tallada con motivos de peces y moluscos, de ballenas y calamares y otras bestias que ni siquiera los más experimentados marineros distinguían. Encontramos los muros de alguna ciudad, entramos a las profundidades de una bestia que no podemos comprender. Alif hizo dibujos y tomó medidas, pero, de todo cuanto veían, poco tenía un nombre en las lenguas que conocía.

Los grandes corredores dieron paso a una sala inmensa. No fue difícil ver el agujero que había en su centro, ni la estatua que, engastada como un pilar del mundo en el corazón del templo, rebasaba los cien metros de alto. Alif recordó que se hallaban en el piso superior de la estructura; la estatua, que nacía en la planta baja, pasaba por varios salones y coronaba la estancia con una cabeza humanoide.
     Debieron ser los gigantes. — dijo Bakri. — Hay cuentos sobre sus ciudades y sus obras; relatos del Atlante tan antiguos que apenas quedan entre la memoria de mi gente.
     ¿Conoce alguno, capitán?
     No, pero los elfos y los enanos de Thorsheim hablaban de árboles y montañas que se movían durante la Edad de las Conjuras.
     Hace ya un milenio. — añadió Alif. — Si fuera verdad, estas salas son seguras.
     El granadino tiene razón. — apuntó Shur, el remero. — No creo que sus cuentos y leyendas vengan a matarnos.
     Será mejor que permanezcamos juntos. — insistió Bakri. — Es posible que haya alguien más aquí.

Tomaron el camino de la izquierda, donde el gigantesco precipicio daba paso a una escalinata. Mientras más bajaba, más grotescos eran los animales atrapados en ese hielo que refulgía como si hubiera atrapado gotas de sol en su interior. Una larguísima línea negra, tan ancha como las galeras de los elfos, apareció en una pared. Alif, dominado por la misma voz que le habló en sueños, entró en un trance, y escribiría: “Es como una cobra, pero sus proporciones rayan en la locura. Un ojo ciego, congelado desde que un dios cuerdo creó el mundo, es tan grande que cuatro de nosotros tendríamos que colocarnos uno encima del otro para siquiera abarcar su altura. Quizás los guardianes la encerraron aquí, patrón malhayado de la creación, para protegernos de los de los horrores de la era sin luz. Kósmon creó el cielo y la tierra, dicen las Reliquias de Santiago, pero nadie sabe lo que creó el Gran Vacío Ginnungagap mientras él no miraba. Una infinidad de escamas, un dragón sin alas ni brazos, reducido a la mínima expresión del terror, tan malformado que prefirió el abismo al cielo; que prefirió sufrir todos los horrores del mundo, que se expuso a la locura del olvido antes de volver a mirarse a sí mismo reflejado en el mar. Nacido en el corazón del Vacío cuando la luz lanzó su primer destello. Engendrada en y por sus sombras, consciente y hambrienta, separada, por los siglos de los siglos, del resto de sí misma. Se repitió hasta el infinito su soledad; cada centímetro que podía ver no era sino una prolongación de su cuerpo, y supo que no había en el universo nada que no fuera una continuación de su angustia. Así creció y con ella crecieron los abismos, cercenados de la luz y de otras sombras, y en esa sucesión de la náusea, la serpiente cerró los ojos. Cuando por fin los abrió, habían pasado ya los eones, y los dioses habían nacido, peleado y muerto, el mundo había cambiado de color y las razas de Úrim nacieron y cubrieron el mundo. Los elfos y los…

     Eh, cabrón, ¿Te vas a quedar ahí? — Alif salió del trance. Tajim y Kaamal lo miraban a algunos metros de distancia. — El capitán quiere que veas algo. A la otra te dejemos solo. — Kaamal escupió en el suelo. — No tenemos por qué estarte cuidando.  — Los pudieron ver mucho antes de terminar de bajar la escalera y llegaron a donde se encontraban los otros miembros de la tripulación del Acamar. Estaban en una estancia central, con grandes aperturas a los lados; eran, según los otros, corredores que se alargaban hasta donde alcanzaban a poner los ojos. Luego, en el centro, y justo donde nacía la estatua que coronaba todos los demás niveles del templo, estaba una mesa. Había bloques de hielo inmensos; cada uno decorado con una piedra preciosa distinta y construidas de manera distinta. Algunos se asemejaban más a las sillas de los hombres, y otros no dejaban de parecer bolas de nieve con apenas alguna muesca que serviría de asiento; otras más, talladas en forma de tronos, se alzaban por lo que Alif dedujo serían diez metros, y había al menos unas treinta de éstas.
     Son sillas. — dijo Shur. — Quien sea que se haya sentado aquí, medía al menos ocho metros.
     Doce. — lo corrigió Alif.
     ¿Dónde estaban?
     Buscando pistas, supongo. — Kaamal se apartó del granadino y se integró con los demás.
     ¿Y bien?
     No sé. Estoy igual de perdido que cuando llegamos, capitán.

Bakri suspiró. Tajim se llevó las manos a la cabeza. El capitán los convocó para trazar el nuevo plan de acción. Tenían una cosa clara, la menos por el momento: sus vidas no se encontraban en peligro. Y si pudieran llevar al menos uno de esos artefactos al Acamar… Las ideas de riqueza y gloria pronto los contagiaron a todos. Incluso Alif Hasán, que solía estar lejos de aquellas tribulaciones, se imaginó a sí mismo sentado en algún palacio revestido de seda y oro; la Alhambra, en Al-Andalús, sería un buen comienzo. Envalentonados por sus sueños de fortuna inimaginable, decidieron montar el campamento debajo de la mesa de hielo y piedra que sostenía su existencia a seis metros por encima de sus cabezas. Shur y Kaamal descargaron las semillas azules y todos comieron un poco de ellas. Alif durmió poco y mal. Los recuerdos de los salones y las galerías se torcieron, y sus sueños le mostraron un laberinto tapizado de colmillos y rostros, y para cuando los demás comenzaron a despertar, él había hecho ya algunos trazos y cálculos. Dedujo que el edificio era perfectamente simétrico, y realizó este dibujo:


 
     Es la distribución más lógica que pude encontrar. Exploré un poco antes de que despertaran y mucho concuerda con mis trazos.
     ¿Dos habitaciones grandes?
     Si hubo castas o líderes, tendría sentido. O podrían ser bibliotecas o bodegas.
     Ya veo. Pusiste treinta y cinco habitaciones; aquí apenas hay treinta asientos. ¿No te parece que está mal?
     No, Bakri. También lo pensé. Un edificio tan grande y decorado como éste debió tener alguna función especial. Pensé en dos posibilidades. La primera, —dijo Alif, mientras copiaba el plano en otra hoja — es que fuera una especie de posada o lugar de paso. Una sola mesa larga, como ésta, implica que todos se conocían y vivían más o menos en paz. La segunda es que fuera un templo o lugar de homenaje. Si fuera así, entonces los sacerdotes o monjes que habitaran este templo necesitarían espacio para ellos mismos. Quizás algunos comían y otros estudiaban.
     Eso no me dice nada.
     Salvo cuántas personas, su tamaño, costumbres, ideas, funciones, recursos, tienes razón, no dicen nada. — Bakri lo fulminó con la mirada, pero aceptó que su escriba tenía algo de tazón. — Como no conocemos la dieta de estas personas, tengo que asumir que todos comían estas semillas azules.
     No me imagino qué clase de criatura necesitaría templos como éste. — Bakri se alejó del escriba y volteó su mirada hacia los tripulantes dormidos. — Mandaré exploradores. Quiero saber si hay algo que podamos llevarnos.
     Estoy casi seguro de que esto era un templo.
     Y en Granada, las iglesias están a reventar de oro.

Se dividieron rápido y se pusieron en movimiento tan pronto como Bakri declaró el campamento seguro. Shur se dirigió hacia el cuarto que se había designado como “cocina”; Kaamal exploró, junto a un grupo en el que también iba Tajim, la parte trasera de la escalinata que los había llevado ahí. El último grupo era el de Bakri y Alif. El granadino creía que debía haber una habitación dedicada a ceremonias religiosas, y el capitán insistió en que ésta se convirtió en la máxima prioridad de la expedición. Iban ligeros: cargaban sus ropas y las hamacas transformadas en carretillas para mover sus pertenencias. Sólo Alif pudo salvarse de formar parte del grupo de saqueo; dijo que llevar su pluma y sus libros era vital para poder evaluar y vender los artefactos en Granada. Al principio, los marineros susurraron que Alif era un idiota, y renegaban del evidente favoritismo del capitán para con ese inútil. Cada una de las habitaciones que había marcado resultaba ser un muro idéntico al anterior. No había puertas ni aperturas; diez minutos después de comenzada la exploración, el mismo Bakri estaba empezando a perder la paciencia. Cuando llegaron al cruce que estaba designado como “entrada”, la suerte por fin los favoreció. Una puerta de hielo iba desde el suelo hasta el techo de la estancia; sus sesenta metros de altura estaban recubiertos de tantas conchas, piedras, e incluso hojas de Kemet que era imposible que no hubieran tenido contacto con otras razas en el pasado.

Las congelaron como pruebas de su amistad con los elfos, pensó Alif. Y también hay brazaletes enanos. Hay runas y telas preciosas de Granada; sabía que la Perla del Desierto era antigua, pero no tanto. Estas puertas son un mural y una declaración: todos cuantos se acerquen, sean bienvenidos. Encontró también algunas notas escritas con el alifato granadino, pero la lengua era tan antigua que sólo alcanzó a entender dos palabras: “Gigantes” y “Uruk.” El marco de la puerta estaba decorado con unas perforaciones triangulares; poco después se percató de que éstas eran palabras y copió los símbolos triangulares en su cuaderno. Quizás los elfos sepan algo al respecto. Detrás de ellos, por el camino por el que habían llegado, justamente en la habitación que él designó como capilla, encontraron un arco claramente dibujado, que daba paso a una lámina de hielo delgada. Bakri fue el primero en empujarla, y para su sorpresa, la enorme puerta apenas pesaba. Un sinfín de joyas y reliquias de todas las eras cayeron a los pies del capitán, y los hombres no pudieron contener los gritos de júbilo que sucedieron al descubrimiento. Los marineros empujaron a Alif, que cayó de bruces. Cuando se levantó, los vio a todos lanzándose oro y joyas a la cara y, de pronto, todo estaba mal. Quizás la oscuridad encarnada en una serpiente, la sangre que él mismo había dejado en el suelo, o el brillo antinatural del hielo reflejado en el oro fue lo que lo sacó del trance. Alif vio cómo las monedas se transformaban en arena, y las vasijas más grandes en las osamentas de un centenar de criaturas. Elfos, orcos, enanos, sus huesos se distribuían sobre el fulgor del hielo azul, y los verdaderos horrores que se escondían en el glaciar de Ea-Anu salieron a la luz por primera vez en eones. Una larga sucesión de barcos y galeras de todas las épocas, presentes y pasadas, se arremolinaban en torno a un gran vórtice que latía bajo el templo de hielo. Ahí donde antes el hielo traslúcido se fuera blanqueando hasta formar una infinidad de nieve debajo de ellos, ahora veía una gruesa e interminable sucesión de escamas que se mezclaban con madera y, abajo, sugerido sólo por las corrientes de agua que se arremolinaban en torno a él, estaba el Gran Vacío Ginnungagap.

Alif se levantó y jaló a Bakri, pero retrocedió en cuanto vio los ojos del capitán. Sus pupilas se habían dilatado tanto que parecía se le vaciarían de adentro hacia afuera, y un líquido, dorado y caliente, brotaba del centro de los ojos. El capitán sostenía un puñado de cenizas; lo único que Alif escuchó fue la repetición, monótona y susurrada, de la palabra “oro.” Los demás habían sucumbido cada cual a su propio trance. Saruq repetía “fama”; otros, “comida”. Cuando vio que dos de ellos se acostaron entre las cenizas y los huesos y se revolcaron hasta ahogarse en ellas, supo que no podía hacer nada. El terror lo dominaba, y cada vez podía pensar con menor claridad. Tenía que salir de ahí. Se encaminó de un salto a la puerta por la que había llegado y lo vio. Desde la entrada, sobre el enloquecedor remolino de oscuridad que pulsaba y latía bajo sus pies, justo donde él supuso estarían las puertas de unas habitaciones que llevaban milenios selladas, surgió una gigantesca figura humanoide. Y pensó en “surgir” porque no hubo puertas, ni movimientos, ni sonidos que lo precedieran.

Se dio media vuelta. El relicario tenía una salida del otro lado, lo recordaba bien. Pasó junto a Bakri, los ojos se habían transformado ya en dos platos negros, y la mitad de la cara se había derretido ya bajo la fuente de oro que seguía saliendo de las cuencas de los ojos. El metal fundido caía al suelo y, en vez de transformarse en pepitas sólidas, éste parecía mezclarse y desaparecer sobre el hielo. El abismo debajo de ellos giraba y azotaba el cementerio de embarcaciones. De pronto, el suelo parecía menos sólido, y aunque el hielo no se movió ni se deshizo, el movimiento bajo sus pies le provocó arcadas. Se recargó en uno de los pilares y vomitó. Cuando recuperó la compostura, se percató de que una especie de vapor se había colado en la habitación. La temperatura bajó de pronto, y como si un cuchillo fantasma lo hubiera atravesado, una nube pasó a través de él y se materializó junto a lo que quedaba del capitán. Un pie, tan grande como cualquier ser humano, se manifestó junto a los marineros, y lo comprendió: era el gigante. Podía atravesar el hielo porque hacía cientos de décadas que no existía, que su materia se había fusionado con el hielo que formaba las ruinas de Uruk; el masivo ziggurat, sepultado desde la eternidad y castigado por los dioses por darle la espalda al mundo, proseguía su vida después de la muerte; sus habitantes, atrapados en un estado semejante a la muerte, estaban condenados a vagar hasta que los polos mismos se derritieran.

El gigante sin cara, pero con los huecos de donde se suponía estaban los ojos y la nariz expuestos al hielo, se puso en cuclillas junto a los restos de Bakri, más una grotesca fuente de oro que un ser humano, y abrió la boca. Una esfera de color verde oscura surgió de las entrañas de oro del capitán y fue aspirada por la sombra que se mecía sobre él, vasta e insondable. Los viejos cuentos de Granada decían que hubo una época en la que los magos y los alquimistas azotaron el mundo; una época más allá de todo tiempo y de todos los registros que quedaban en todas las Academias de Muspel, y eso que estaba viendo era, según estos mismos relatos, el alma de Bakri Musif. Alif intentó correr, pero el hielo se había vuelto resbaladizo; tuvo que arrastrar los pies hasta salir del relicario. Fuera, en los pasillos, encontró otra de las masas de nube, buscando a tientas los muros y a los demás marineros. Kaamal también corría, solo y lleno de sangre, con una llama entre las manos que le ayudaba a sentirse un poco más seguro. Alif le lanzó un grito y los dos se reencontraron cerca de la entrada este del comedor por el que habían llegado. Se recargaron en el muro; los dos gigantes vagaban sin rumbo, con las cuencas de los ojos vacías desde épocas inmemoriales, más allá de todo registro o razón que pudiera darles el mundo. Detrás de ellos, un tercer espectro surgió a través del hielo, errático, desorientado.
     ¿Tú también los ves? — preguntó Alif a Kaamal, una vez que ambos se serenaron lo suficiente y Alif lo puso al tanto del destino del capitán.
     Sí. Me pasó algo parecido. Entramos a la parte trasera de las escaleras. Estos miserables no tienen oro. — Kaamal disminuyó la potencia de la llama que había conjurado. — Había cientos de libros, tan grandes como cualquiera de nosotros, regados por todos lados. Fue la única habitación donde encontramos desorden.
     Los maldijeron.
     Me importa un carajo. También nosotros lo estaremos si no salimos de aquí. — Kaamal hizo una pausa para tragar saliva. Los espectros se atravesaban los unos a los otros, y un gemido, apenas audible, surgió del fondo del pasillo. — Algo debe llamarlos. Pensé que eran las reliquias…
     No, — dijo Alif, cayendo en cuenta de pronto de qué era lo que pasaba.  — Las semillas. Les dije que no comiéramos esa mierda.
     Sea como sea, algo rompió el hechizo. Empecé a pelear con Tajim por un lingote de oro, me golpeó y de pronto vi que todo estaba oscuro debajo de mí. Vi que todos se quedaban enajenados con la ceniza, y luego los ojos, como me dijiste. Los mandé al carajo, y luego te encontré.
     La sangre…

Un cuarto gigante pasó junto a ellos. En las manos llevaba los cadáveres de al menos seis marineros; éstos se habían vuelto espectros como ellos mismos. La sombra hizo algunos movimientos y los tres gigantes de antes se reunieron junto a él. Colocó los cuerpos etéreos en el hielo y se inclinaron para devorarlos. Kaamal reaccionó y lo jaló del brazo. Sólo podían moverse por los lugares que ya conocían. El hambre los estaba matando. Por suerte para ellos, el hielo de esa sección estaba lo suficientemente firme para permitirles correr, y corrieron. De regreso se toparon con Shur, también golpeado. Había regresado al campamento, estaba pálido y temblaba incontrolablemente. Kaamal le dio un golpe y Alif lo cacheteó, y después de un par de segundos, la mirada del remero pareció descubrirlos. Le gritaron que debían salir de ahí y él los siguió. Mientras huían, les dijo que había tropezado en el otro cuarto con algo, y de pronto todo se movía debajo de él. Subieron corriendo la escalinata. Se detuvieron a descansar en el primer receso y voltearon a mirar a los gigantes. Ahora había más, y todos se dirigían al comedor. Se movían lento, mucho más lento que cualquier criatura que ellos conocieran, pero Alif se dio cuenta de que era sólo una ilusión de la escala. Los gigantes rodearon la mesa. Algunos se sentaron de inmediato; los otros pusieron sobre la mesa de cristal y roca los restos de los marineros. Shur gimió. El hambre lo estaba matando, al igual que a sus compañeros. Alif arrancó un par de hojas de su diario y se las ofreció.
     Al menos te matan el hambre.

Kaamal volvió a ponerse a la cabeza, y Alif se quedó hasta atrás. No quería dejar al remero solo. Subieron un poco más lento esta vez. La cabeza de la colosal estatua que coronaba la sala se iba acercando, y las formas traslúcidas de los gigantes quedaban debajo. Alif pensaba en cómo le harían para escapar. El Acamar necesitaba al menos diez remeros, un timonel, y un capitán o alguien que supiera leer las coordenadas del mapa. Kaamal los detuvo extendiendo los brazos. Los corredores del último piso también se habían llenado de sombras y fantasmas. Rodearon tanto como pudieron, y por fin llegaron al pasillo por el que habían llegado. De ahí en adelante, todo sería más sencillo. Llegarían a la monstruosa puerta principal y bajarían para poder llegar a los sembradíos de las plantas de hielo y agua, luego al manantial, a la cueva y luego, si Kósmon y sus Guardianes querían, estarían libres. Todo salió a la perfección. Shur fue el primero en lanzarse por los toboganes de hielo que formaban la escalinata, y que resultaron idóneos para el escape. Los tres llegaron hasta las plantas de agua que los habían hechizado. Cerca de ahí habían dejado, junto a toda la ropa que no necesitaban debido al calor de la cueva, los restos de los camellos que llevaron en el Acamar. Shur encendió la fogata, Kaamal y él montaron el campamento. Comieron una cantidad generosa de camello asado, bebieron largos tragos de vino de Granada y se tendieron a descansar.

Alif abrió los ojos cuando escuchó los susurros. La luz azulada que los rodeaba había recuperado su color casi hogareño. Kaamal estaba acostado junto a él, tendido sobre una piel de camello, pero Shur había desaparecido. Quizás fue a orinar, pensó Alif, pero tal vez no. Se asomó fuera de la tienda. El remero estaba acostado en el hielo claro, abrazado a una enorme semilla de agua. De pronto sintió un tirón en el estómago. Kaamal lo jalaba y entre los dos despertaban a Shur. Salían de la cueva en una mañana en la que el sol de Úrim nacía en el oeste y coloreaba los cielos con un manto anaranjado, morado y verde. Los tres llegaban al barco Skrymir, una galera enana que los rescataba del hielo. El capitán les hablaba, pero Alif no podía entenderlo. De pronto, la cara del enano se estiró hacia el suelo, hacia abajo, como jalada por una fuerza invisible, tan poderosa que alargó también el barco y a sus compañeros. Luego sintió dolor, pero fue rápido. Estaba de pie en el palacio de La Alhambra, en Al-Andalús. De pronto estaba en cama, rodeado de un montón de personas a las que conocía, y luego cerraba los ojos por última vez.

Las fauces de sombras de un gigante lo habían despojado de su cuerpo, que yacía inmóvil y carcomido cerca de Shur. Debajo de él no había nada, y enfrente sólo oscuridad. Alif intentó gritar, pero no tenía boca ya. El mundo se había vuelto mudo o quizás él estaba sordo; los gigantes se habían alimentado y lanzaban una vez más su hechizo sobre las ruinas de su ciudad. Luego, nada. La luz volvió a apagarse; el último vestigio de su conciencia fue la certeza de que el polo norte se volvería a quedar inmóvil tras su muerte.