¡Guanajuato, Diana! Guanajuato, con sus túneles y montes, laberinto de luz, arteria de la Tierra. Llegué en la mañana y me impactaron la altura de sus torres y los árboles que crecen en los muros. El sol alcanzaba apenas a lamer los tejados y la gente salía ya, como en parvadas, a la calle. Me alcanzó el olor a tortillas hechas a mano, aroma matutino de México, que subía por entre los callejones torcidos y se alzaba hasta la ventana del hotel, hotelucho, lugar de paso. Cientos y cientos de escalones se suceden y cubren los rostros de las montañas donde donde se asienta Guanajuato. Matan aquí las tortas de quince pesos con su salsa, con esa salsa endemoniada, y mata también la inclinación del suelo. "Si te pierdes en Guanajuato, me decían, basta con que sueltes una canica y la sigas. Donde se quede quieta es el centro." Y es que es verdad. Imperio tienen los edificios, y doble lo manifiestan con su altura, dos veces mayor, por lo disparejo del horizonte.
Luego nos alcanzó la noche, indescriptible sin regresar a algún estado primigenio, a alguna infancia. Músicos y baile y luces; gente caminando entre los empedrados; velas y café se suceden en el centro de la ciudad. La gente es infinita, y son infinitas sus plazas, y la luz se refleja en el brillo de los ojos y se confunden, neón en movimiento. Porque aquí la noche es caminar junto al Quijote, y todo es como en sueños, como si la gente no temiera morir. Cierran el paso a los automóviles, para que camines libremente a donde te pluga. Al regresar al cuarto, menos posada, menos motel y más un suelo techado, y me senté en la cama a escribirte, Diana, escuché, a lo lejos, una serenata. A lo lejos, alguien cantaba. Al llegar el Nadir, el corazón de Guanajuato seguía despierto.
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Releo esto varios meses después. Hay algo en mí que se quebró y no funciona de la misma manera ya. Hay momentos en los que el amor, sentir que amamos nos hace olvidar que hemos crecido. Que las personas se rompen, que los días que regalamos dejaron de ser sólo nuestros. Que hay dagas y que hay espadas desde hace diez mil años y que se inventaron para matar a otros hombres y cortar las alas y las ilusiones, segar el mundo y dejar el corazón en la hoz y en un nombre, el que sea; nombre ajeno que interiorizamos y que va creciendo en nosotros hasta hacerse el horizonte. Que hay nombres que duelen y que preferiríamos enterrar ahí, en el jardín trasero de la mente, en el iceberg o en la nébula, lo que quede más lejos.
Hay veces que amamos de más, y es entonces que se está más vulnerable. Que la daga entra más limpia. Que las lágrimas corren sin duelo, como pide Garcilaso de la Vega. La jaula de huesos queda mal cerrada y nos entra aire al cerebro. El cuerpo, entonces, se siente más liviano, como que el mundo no está tan mal con y a pesar de nosotros, los hombres. Pidan a las estrellas que no se quiebre adentro la flecha, porque una astilla tardará cien veces cien días en salir, y arrastrará el sol y las lluvias y quedará un páramo desierto, azotado por langostas.
Y habrá que mostrarle al resto de los hombres que se está bien, que todo sigue como si nada, como si jamás se hubiera cortado el tendón de nuestras piernas, que las estacas de nuestros pies no duelen, que no llora sin remedio la lengua del agua de los ojos. Que todo está bien. Que los sauces siguen en pie, aunque tengan las raíces expuestas a la tormenta de arena y que el huracán pasó sin golpear la costa. Que aún tenemos la misma sonrisa de antes de quebrarnos y que las lágrimas que se escapan con la música o con las palabras son lágrimas de emoción pura y no de recuerdo.
Y habrá que mostrarle al resto de los hombres que se está bien, que todo sigue como si nada, como si jamás se hubiera cortado el tendón de nuestras piernas, que las estacas de nuestros pies no duelen, que no llora sin remedio la lengua del agua de los ojos. Que todo está bien. Que los sauces siguen en pie, aunque tengan las raíces expuestas a la tormenta de arena y que el huracán pasó sin golpear la costa. Que aún tenemos la misma sonrisa de antes de quebrarnos y que las lágrimas que se escapan con la música o con las palabras son lágrimas de emoción pura y no de recuerdo.
A veces los barcos no son llamados a puerto. A veces sólo se quiere llorar y llorar, sujetado quién sabe a qué criatura del océano que gima con nosotros hasta que se nos vacíen las entrañas y los nombres, y que la memoria se adormezca con el dulce goteo del olvido. Quienes sufren mucho quedan atontados, como fuera de la existencia, cercenados de cualquier vínculo o semejanza que pudieran tener con los días y las noches de los hombres y se entra a un estado de serenidad como de muerte, como del sol cuando brilla sobre el mar ensangrentado. Porque no se puede engañar a la noche con una bengala. Porque no se puede vivir sintiendo tanto.