No sé, ni
pretendo saber, qué le ha traído esa niebla a los ojos. Y aunque no quiera, lo
adivino en sus ojos que tiemblan de amor; lo adivino porque así como usted mira
al horizonte, Adriana, observo yo el mar de sus ojos. Discúlpeme, Adriana, si
la llamo así, familiarmente, por su nombre; desde hace tres años, me es preciso
hacerlo para no ahogarme en él. A veces también necesito vaciarme sus ojos de
la mente, pues pareciera que, ola tras ola, me asedian los castillos del
pensamiento. Otras veces vuelvo a ellos, como vuelven los navegantes la mirada
a las estrellas y se cuentan historias de pájaros blancos y de dioses
tremendos. Ninguno, se lo aseguro, ha estado enamorado. Los hombres que lo
estamos suspiramos, levemente, antes de retirarnos a nuestro camarote a dormir.
Y le damos vueltas y vueltas a su nombre, Adriana, hasta que baja la marea.
Otras veces grabamos su nombre en un mosquete, en una carabina, como si
creyéramos que con eso salvaremos nuestras almas, sean lo que sean y sirvan
para lo que sirvan.
Amarla no es algo que pueda hacer
cualquiera; dicho esto, quien no se enamore de usted es un estúpido, óigame
bien. Será su piel blanca o sus ojos de costa serena. Será su voz; su voz, nacida de entre varias generaciones de
arenas tempestuosas al caer, en usted, una gota de agua. También debí pensar
que eso era amor; un mar que quería navegar día tras día hasta encallar en sus
playas, allende sus ojos negros, más allá de su nombre de tempestad desde el
cual pueda verse el océano tranquilo de sus labios.
Y desde aquí, desde este barco, desde este
mar que no es el suyo me he preguntado en más de una ocasión si podré
reconocerme tras sus ojos negros, tras tantos años de silencio. ¿Y qué será del
mar de su nombre; qué si, después de tanto, nos hemos olvidado bajo el océano
como se han olvidado los hombres de la Lemuria y, los pocos que la recuerdan,
la han vuelto leyenda? ¿Y qué si ya no representamos nada el uno para el otro,
señorita, con nuestra tempestad y nuestra furia, y el único sonido que queda es
el ulular triste y lento de los acantilados golpeados por la muerte? ¿Y qué si
no? En cualquier caso, Adriana, prefiero su silencio al silencio de cien mil
peces. Prefiero su furia, su descontento, pues sabré que me recordará como un
pobre marinero enamorado y no como un enemigo; en el mejor de los casos, como
un amigo que traía siempre una chispa en sus ojos por si a usted le molestaba
el frío.
Tal vez ya hablé de más y, espero, sabrá
perdonarme. Apelo a que recuerde que se emocionaba platicándome sobre sus
letras, sus muertos de todas las edades, y cómo yo asentía, sin saber de qué me
hablaba; cómo miraba la llama que se encendía en tus ojos y que pensaba que qué
raro era encontrar fuego en una criatura tan de mar como es usted. Que qué raro
era que me sonriera cuando notaba que yo me quedaba en silencio, mirando,
mirando y no queriendo proseguir con nuestras charlas, cualesquiera que hayan
sido. Apelo también a que recuerde las estrellas de las que tanto hablamos; las
que hablaron para vernos hablar juntos. Y apelo también a saber que le importó.
Que, al menos ese día, llegó a su casa y pensó en mí. La imagino, recargada la
mejilla en su mano, mirando, desde alguna ventana suya, las estrellas. Que
quiso que alguien la invitara a mirarlas, a examinarlas como mapas —las
estrellas son mapas para conocer a la gente. La tomaré de la mano algún día,
Adriana, y sabrá lo que es amar el cielo y el mundo y perder el miedo al
tiempo. Dos que se aman le dan miedo a la vida y al cosmos le dan a probar una
gota de eternidad.
Quizá
algún día, ya demasiado tarde, la volveré a ver, Adriana. Supongo que cuando se
es feliz es cuando más azota el silencio; el parpadeo que cubre la tierra entre
ola y ola; el breve lapso en que usted deja respirar las aguas. Aún ahora creo
que no habrían bastado todas las arenas del mar para darle freno a eso que,
estoy seguro, era amor. No es sordo el mar, dicen los demás marineros, y es
verdad, pero sólo escucha a los hombres que ama. Siempre me preguntó, con esa
sonrisa suya, por qué le decía “mar”, Adriana, y es que sólo la puedo pensar a
usted, toda olas y espuma y estrellas, si pienso que su padre fue el mar. Toda
usted es mar; del mar viene y al mar ha de volver. Y también a él he de volver
yo. Espero, no sin trémula emoción, el día en que las corrientes marinas nos
permitan reunirnos.
Se
despide con el corazón en el mar que es usted:
Sergio de Martínez y Medina
8
de mayo de 1822