De esas cenizas, fénix nuevo espera;
Mas con tus labios quedn vergonzosos
(que no compiten flores a rubíes)
y pálidos, después, de temerosos.
Y cuando con relámpagos te ríes,
de púrpura, cobardes, si ambiciosos,
marchitan sus blasones carmesíes.
Francisco de Quevedo
(que no compiten flores a rubíes)
y pálidos, después, de temerosos.
Y cuando con relámpagos te ríes,
de púrpura, cobardes, si ambiciosos,
marchitan sus blasones carmesíes.
Francisco de Quevedo
jueves, 4 de junio de 2020
jueves, 19 de marzo de 2020
Libros de EGV gratis en MeGustaEscribir
En los últimos meses, he estado trabajando en varios cuentos y novelas. En la página de MeGustaEscribir subí todas mis obras. Dado que es un proceso largo y tedioso, las he estado subiendo poco a poco, pero ahí está todo. Ojalá que estas lecturas ayuden a superar con calma la pandemia.
jueves, 24 de octubre de 2019
Prólogo - Thelema Blue
Saturno 23, 2809
6:00 am
Este planeta es horrendo, y tendré que vivir seis
ciclos, —perdón, seis años— aquí. Hubiera preferido la supergravedad de Júpiter
y tener que saltar de ciudad en ciudad… o incluso los mares helados de
Hvergelmyr. Pero estos miserables tenían que mandarme a Thelema Blue, un
planeta negro, de tierra negra, cielos oscuros y en general, una monocromía
absurda. Las formas de vida del planeta son de sílice, pero es estúpido. Con la
cantidad de carbono que hay aquí, los thelytes bien podrían ser como nosotros.
Ahora que tenerme aquí debe ser un privilegio para todos estos incompetentes. Soy
la primera astrobióloga que viene de Úrim a esta pocilga. Ya qué carajos. Sólo
espero adaptarme rápido a la gravedad.
7:35 am
Lo que es peor todavía, el planeta está lleno de
propulsores. Como tardaba mucho en darle la vuelta a su estrella, decidimos que
era muy buena idea llenar el planeta de tubos, cañones, y un montón de basura
más para empujarlo y acelerar esta roca negra y podrida a la que bautizamos
Thelema Blue. Los ingenieros locales tardaron seis años en que las órbitas de
los satélites naturales y del planeta se asemejaran a las de la tierra. Claro
que fue un desperdicio de tiempo; planetas como Abenbram E y el santuario
Vendigroth funcionan con su calendario propio. Incluso Hvergelmyr, un planeta
inhóspito y helado de la región de las estrellas escandinavas, adaptó su ciclo
de rotación y traslación a un nuevo estilo de vida. Pero no. Los miserables que
llegaron a colonizar este planeta tenían que vivir en la tierra. Yo no sé para
que salieron de su casa si sólo se iban a estar quejando de todo. Y de paso, la
terraformación casi erradicó a la flora y a la fauna local. Me traen a mí para
arreglar sus errores. Me prometieron un paraíso y me trajeron a un
deshuesadero.
10:00 am
Estas autotelenotas son útiles. Es probable que les
agarre cariño pronto. Según supe, las desarrollaron hace ya unos ciclos en
Vieja Tierra; los científicos preferían mandar sus pensamientos a un
almacenamiento local (entiéndase, el cerebro), codificarlos en forma de texto y
luego descargarlos para trabajar con los pensamientos más útiles. Esta
tecnología corrige automáticamente ortografía y sintaxis, y permite separar
correctamente oraciones con sólo pensarlas: todos nuestros pensamientos son
ahora textos dignos de publicación, y podemos acceder a lo que necesitemos con
sólo pensar en algunas palabras clave. Como sea, sirven, y gente más simple
como yo nos contentamos con hacer diarios en nuestras mentes. Hoy desayunamos
mamut (¿cómo saben a qué sabe?) y la Dra. Isabel Montejano, una granadina mucho
más baja que yo, me llevó a conocer mis habitaciones. Nada espectacular. Un huevo
blanco como los de los viejos cuentos de Vieja Tierra; en verdad, esperaba algo
más creativo, considerando que la Red de Mundos rebasa ya los doscientos
cincuenta planetas. Por lo poco que me dijo Isabel, deduzco que varios urímacos
llegaron aquí; los colonos nativos de Thelema Blue están segregados y no saben
siquiera de nosotros. El agujero de gusano que conecta con Chronos está bajo
dominio militar; nadie entra ni sale del planeta sin previa autorización. Al
parecer, nuestra investigación será lo suficientemente importante como para requerir
una vigilancia perpetua.
5:30 pm
Siempre me ha llamado la atención el hecho de que casi
todas las biósferas habitables de la Vía Láctea comparten un sistema horario
muy similar al de Vieja Tierra. Algunos dicen que los planetas anómalos poseían
rotaciones superiores a las 24 horas, pero que algunos de ellos, sobre todo los
terrestres, se frenaron usando turbinas de desaceleración. La traslación
siempre es más difícil, y cada mundo lleva su propia cuenta de los ciclos.
Thelema Blue sólo tiene seis meses. Las estaciones duran mes y medio, y los
locales dicen que son tan parecidas las unas a las otras que sólo hay verano e
invierno. Como sea, llevo casi 12 horas con el trasero pegado a este basurero.
Uno creería que las instalaciones de investigación de cualquiera de los
planetas de la Red estarían mejor alimentadas, pero no. Proteínas en barra. Los
fines de semana, como hoy, carne artificial y verduras clonadas. Me voy a
desmayar.
6:15 pm
Los atardeceres no están mal. Supongo que en Vieja
Tierra y en Úrim son mejores; el sol es una estrella fuerte todavía. A los
desgraciados de la Biósfera 264 les tocó una enana roja ya medio muerte. Me
dicen también que la terraformación fue difícil, y que muchos temían que sucediera
un desastre ambiental como en 238, Novarii. Aquel planeta fue una pérdida
total; la inteligencia artificial de la nave se estancó y desarrolló una
especie de híbrido entre máquina y planta. Durante algunos ciclos se pensó que
Novarii y su estrella, Sirius C, no eran reales; un viejo mito de días más
oscuros, de cuando la Planetomaquia devoraba cruceros de batalla y naves
seminales por igual. La destrucción de Thelema Blue se evitó, dicen los
nativos, gracias a que un tal James R. logró estabilizar la atmósfera
artificial lanzándose a las turbinas de enfriamiento del núcleo de inteligencia
artificial del terraformador central. Su sangre le proporcionó la información
que necesitaba, y las máquinas ajustaron sus valores para sostener la vida
humana. A mí me suena a mucha, muchísima mierda, pero oye, es lo que dice la
gente, y alguna gracia debe tener este lugar.
Si no puedes tener una ciudad
bonita, al menos ten buenas historias.
7:30 pm
Isabel entró al cuarto hace rato, me llevó con la
doctora Astrid o’Riley, luego con René Stillwater, el físico del equipo. Le
pedí un descanso, pero Isabel insistió en conocerlos a todos, y como sólo
faltaban dos miembros más del equipo al que me asignaron, accedí a seguir
adelante. Encontramos a Betty Hollowind encerrada en su habitación, platicamos
un poco y me dijo que era genetista y que no esperaba que la bióloga fuera un
gnomo. Vaya. Yo me presenté una vez más, con la letanía que llevaba recitando
toda la hora: Mucho gusto, soy la astrobióloga Sol de la Torre y el Mar, vengo
del sistema Solar y estoy muy feliz de estar aquí. Betty me dijo que no tenía
que ser tan plana ni tan falsa, y eso me ayudó mucho a relajarme. Al menos,
Isabel y ella parecen sinceras.
Oscar ibn-Hasif, el estadista,
estaba lejos. Lo habían mandado a las ruinas de Charlot Dell a evaluar los
daños. Isabel me aseguró que el lunes todos estarían ahí. Me acompañaron las
dos a mi cuarto, platicamos un rato más, y a las siete veinte me dejaron sola.
10:00 pm
Cené poco y en mi recámara. El comedor Delta alberca
a casi doscientas personas; los registros de la colonia dicen que este
laboratorio, Lapisláluna, está habitado por al menos tres mil individuos, lo
que me ha llevado a asumir que hay, al menos, otros catorce comedores. La
mayoría de los equipos se dedicarán al estudio de los restos de la flora y la
fauna nativas de Thelema Blue; las adaptaciones que la terraformación les
obligó a hacer serán útiles para entender mejor el ecosistema primitivo del
planeta y hacer proyecciones retrospectivas. Por otro lado, estas mutaciones
naturales, que se ajustaron a nosotros, serán consideradas para insertarse en
nuestros propios cuerpos. Tengo entendido que Chronos está buscando disminuir
el impacto de las terraformaciones en los planetas nuevos, y si podemos
insertar los genes vestigiales en nuestro propio ganado, habremos dado un gran
paso para apagar las estaciones de terraformación, ahorrarnos un buen tanto en
mantenimiento, energía, e importación de gases de otros mundos y asteroides.
La
cuestión será ver si los organismos lo soportan. Casi todos los humanos de
Vieja Tierra son parecidos a los de Úrim, pero será preguntarle a la genetista,
cuyo nombre ahora no recuerdo, qué tanto podemos insertarlos en nosotros los
gnomos, que somos la raza más frágil del universo, gracias, o si será posible
que los trolls no rechacen estas mejoras, como otras tantas, debido a su
metabolismo fungal. Sea como sea, mi equipo trabajará en un agente
regenerativo, una combinación de la sangre de los trolls de Úrim con los radicales
genéticos de la población local; yo, en particular, tengo el encargo de hacer
simulaciones de formas de vida basadas en los fluorocromos, los compuestos
naturales más abundantes de Thelema Blue.
10:50 pm
Debo admitirlo: las noches del planeta son hermosas.
El horizonte adquiere un brillo azulado; la superficie del planeta está
cubierta de sustancias fluorescentes, que le dan un brillo espectral por la
noche, y que salvan, por mucho, los atardeceres mediocres de la enana roja. Se
dice que las primeras sondas de exploración mandaron fotografías y la gente de
Chronos eligió el nombre del planeta mucho antes de que hubiera siquiera una
misión para colonizarlo. Los edificios ovalados del laboratorio Lapisláluna
casi se desvanecen con la luz nocturna; me puse a investigar y al parecer,
también hay zonas del planeta que brillan con luces verdes y moradas. Desde el
espacio, la Estación Local manda fotografías de una esfera polícroma, no muy
diferente de las auroras boreales de Vieja Tierra y de todos los planetas con
estrellas amarillas. Creo que empiezo a verle, un poco, la gracia al lugar.
Prólogo - La Sangre del Mictlán
Neptuno 23, Ciclo 472, Tercera Era
Tenochtitlán
El incienso lo embriagaba, le hacía sentir
una punzada entre ambos ojos, un peso que lo jalaba hacia el suelo de roca y
agua sobre el que se encontraba sentado. Si fuera menos perceptivo, Eztliohtl
habría podido ignorar la corriente que pasaba justo entre sus piernas, al lado
de sus pies, que le escurría desde más allá del cielo de roca de Tenochtitlán,
y habría podido enfocarse en su visita a Tezcatlipoca. Pero todo lo distraía,
sobre todo el dolor de cabeza. Estaba inquieto desde hacía varios días; los
enanos y los elfos movían noticias de una enfermedad que se extendía al sur de
Úrim. Y también estaba su padre, que no lo dejaba en paz, aunque tenía ya casi
una década que no vivía con él. El sacerdote mayor lo había visto, y pidió a
Mixcóatl que lo dejara vivir con ellos un tiempo, en lo que los tzitzimime lo
abandonaban. Su padre accedió, con la condición de que festejara el cambio de
ciclo con ellos, todos los ciclos, mientras durara su entrenamiento. El
sacerdote que lo entrenaba notó que se distrajo. Lo había hecho antes gracias a
su ojo de humo, y probablemente entonces también.
— ¡Concéntrate!
El látigo le llegó desde
las sombras y le levantó la carne de la espalda. Apretó los dientes. El dolor
le serpenteó hasta la garganta y las uñas se le clavaron en la carne del
coraje. No había mucho más que hacer. La sangre se mezcló con el riachuelo, que
escurriría a través de toda la pirámide, ayudaría a lubricar las puertas y,
finalmente, se integraría a la calzada fuera de ahí. Se acomodó nuevamente
sobre la piedra que le servía de asiento, sobre el riachuelo, e inhaló. El olor
de la resina quemada le llenó los pulmones y acentuó todas sus aflicciones
antes de hacerlas desaparecer. Estaba listo para viajar otra vez. Se acomodó
una vez más, bajo la supervisión del sacerdote, miró el suelo y, poco a poco,
sus párpados le ganaron.
Vio, como cubiertos con
una noche estrellada y profunda, sus brazos, las marcas de los rituales pasados,
los tatuajes en sus brazos, el templo, la calzada de roca, cubierta con decenas
de imágenes de Tonatiuh, luego la caverna completa y, por fin, llegó entre
sueños a la Selva de Jade que se había enraizado y trenzado sus raíces por
encima de ellos. Encontró al jaguar al que había estado buscando desde hacía
meses; sabía que era el mismo porque, justo entre los ojos, tenía una marca
verde, como un jade de cristal clavado entre ceja y ceja. La bestia no podía
verlo, pero sabía que había algo cerca de él. Los sacerdotes le habían dicho
que las marcas en su piel indicaban el día y hora exactos de su nacimiento, un
mapa estelar que reunía toda la información que necesitaban los dioses para
llevarlo a su lugar en el Mictlán; por eso, decían que no había dos jaguares
con las mismas manchas, ni con la misma piel. Se acercó con cuidado, a través
del humo que rodeaba a la bestia, y poco antes de llegar, tropezó con una raíz.
La bestia se sobresaltó y salió corriendo, desvaneciéndose en una nube de humo
que se perdía en el humo.
Eztli abrió los ojos para
ver de frente a la enorme placa de piedra del Tonatiuh frente a él. Había
fallado otra vez. Xihualpatlitzin estaría furioso. O quizás no. La última vez
lo había mandado azotar, y todavía una vez anterior a eso, sólo inhaló, se
clavó una espina de maguey en la lengua y repitió una plegaria de hueso y
carne. Se culpó a sí mismo durante un rato del fallo de su estudiante, y le
ofreció a Xipe-Totec una piel de coatliquetzal entera si con ello perdonaba a
su estudiante. Nunca supo si su Señor, el Desollado, le respondió, pero dado
que le permitió seguir estudiando en el calmécac,
asumió que sí. Volvió a cerrar los ojos, pero otra vez, no podía concentrarse.
El dolor del trasero crecía. Las piedras del suelo le habían hecho ampollas en
la parte baja de los muslos y el constante flujo del agua le hinchó los dedos.
Entró al mundo de humo y esperó a que el sacerdote saliera de la habitación.
Estuvo caminando alrededor de sí mismo, mirándose. Su padre, de unas cinco
varas de altura, le había heredado los ojos de resina, dorados, y la nariz
pequeña. Todo lo demás era de mujer. Su madre medía cuatro varas y dos nudos,
apenas más pequeña que su padre, pero él no llegó ni a las cuatro. Era más bien
delgado, y los ciclos que había vivido entre los templos de Tenochtitlán lo
habían hecho también un tanto blando. Abrió los ojos, inhaló el copal quemado
una vez más, se levantó acalambrado y salió de la habitación, rodeado de un
humo distinto. Cada que viajaban al otro lado, éste cambiaba. Xihualpatli sabía
leerlo; llamaba a ese ritual el ojo de humo, pero nunca había estado seguro de
sus poderes. Algunos decían que competían con los de los enanos, y unos más,
que los trolls mismos habían retrocedido ante la furia del sumo sacerdote. Él había
visto algunas cosas también, claro. En una ceremonia a Huitzilopochtli, a la
que habían invitado a los enanos de Gal’Naar, hizo que el Mixatli, campeón de
las Guerras Floridas contra Tlaxcala, dejara de sentir dolor, como un último
tributo a su valentía y a su fiereza. Detuvo toda la sangre dentro de sus venas
y luego, le arrancaron el corazón de un tirón. El Guerrero Tortuga tuvo tiempo
de verlo fuera de su pecho y gritar algo, un aullido de guerra, antes de
extinguirse.
Siempre pensaba en la
gloria de la guerra, en la sangre, en el mundo que él no quería para sí. Y casi
siempre, lo seguía la figura del jaguar que tantas veces se le había ido ya.
Las ramas de algunos ahuehuetes se colaban en los pasillos, que escalaban hasta
el cielo con sus muros de granito verde. Sobre ellas, los quetzales y los
cenzontles de Tenochtitlán volaban libres, cobijados por la colosal Caverna del
Sol, la primera de cientos que se excavaron en la península de Vinland. Había
mitos, como siempre. Eztliohtl sabía de los Dragones, hijos de Quetzalcóatl que
se habían revelado y que calcinaron las viejas ciudades. El Códice
Yaoyotlxóchitl los pintaba como monstruos gigantescos, imparables. Se decía que
el Popocatépetl eran los restos petrificados de uno de ellos, uno de los siete
que los mandó a vivir bajo tierra. Hacía tanto de eso, y estaban ya tan hechos
al canto del agua entre raíces, al latir de la roca, que a nadie le interesaba
volver a reclamar la superficie. Además, los enanos sabían cosas, y les
revelaron secretos de arquitectura que les permitieron reforzar los muros y
establecer su dominio en toda la región. Vivían cómodos, en paz, y habían
podido prosperar.
Anduvo agachado durante
unos diez minutos, hasta que llegó a la plaza del calmécac. Xihualpatli
practicaba cerbatana con algunos aprendices. Su figura delgada, casi escuálida,
se alzaba seis varas sobre el suelo. Pese a sus sesenta ciclos de edad, se
mantenía firme, y el cabello, de una obsidiana absoluta, le bajaba hasta la
cintura. A los sacerdotes les tatuaban las palmas de las manos, pero sólo el
Sumo Sacerdote, el más grande de todos, se tatuaba lo blanco de los ojos. Era
un símbolo de poder. Le decían al mundo que se alejaban de él, que dejaban de
ser humanos para transformarse en otra cosa. Un heraldo o una voz. Un
Intérprete del Humo. Cada tres dedos, tenía anudado un pequeño aro de madera, o
un hueso, que cascabeleaban e imitaban el ritmo de sus pasos. Los muchachos
reían y se disparaban bagazo de caña los unos a los otros, el sacerdote los
golpeaba de vez en cuando con una vara para que dejaran de hacerse los
estúpidos, pero incluso él reía de vez en cuando. Recordaba su entrenamiento con nostalgia.
Alguna vez, Mixcóatl, su padre, le dijo que no tenía ni las agallas ni la
fuerza de un verdadero mexica, y que por eso los sacerdotes lo habían adoptado.
Le insistió que podría ser un Guerrero Serpiente; que quizá jamás tendría la
velocidad o fuerza de sus hermanos, pero podía y sabía pensar. Su padre ni
siquiera le contestó. A los dos días, un grupo de teopixque lo sacó de su casa gritando y pataleando y lo arrojó a
los brazos de Xipe-Totec. Desde el primer día lo tatuaron con carbones y tinta
de cochinillas. Al segundo ciclo le hicieron sus perforaciones, le marcaron la
cara con aros de metal y le tatuaron una serie infinita de conchillas y flores
en los brazos. En ese entonces no lo entendía, pero pronto se enteró que eran
las marcas rituales de los piromantes. También le enseñaron a llamar a Tláloc
usando tambores, pulseras de semillas, caracoles y palos de agua, y desde que
tenía trece ciclos de edad, se unió a la danza de protección que hacían al
iniciar la Estación del Fuego. Y, como los ataques de Tlaxcala y Cholula eran
constantes, y también constante eran las incursiones de Tenochtitlán a las
ciudades de los alrededores, les enseñaron a defenderse, por si alguien, algún
día, tenía el temple para desdorar los lugares de culto de los dioses.
La piromancia del Sharran
se había colado hacía eones a Tenochtitlán, y casi todos los sacerdotes eran
expertos manipuladores del fuego. Se decía que hacía milenios todos podían
manejarlo, pero algo pasó entre la Segunda y la Tercera Era que hizo que la
Academia y los Relicarios se dedicaran a exterminar a los magos, y a limitar el
uso de la magia en las ciudades libres de Úrim. Algunos decían que eran
dragones. Otros, que los trolls de Thule habían roto el cerco del Imperio Orco.
Sea como fuere, en el calmécac les hablaban sobre el Gran Vacío, la fuente de
toda la magia del planeta, y los sacerdotes afirmaban que se estaba agotando.
Esperó hasta que
terminaron las prácticas. El sumo sacerdote Xihualpatli lo había visto nada más
entrar, pero no le había prestado atención, no con la mirada, al menos. Eztli
lo sabía. Había usado su ojo de humo para mirarlo, para vigilar cada latido,
cada pensamiento. Lo había observado y sabía de su fracaso desde antes de que
Eztli abriera la boca. Estaba nervioso. Cuando Xihualpatli volteó y lo perforó
con aquellos globos negros, absolutamente negros que tenía por ojos, sintió que
la sangre bajaba, bajaba, hasta las entrañas del Mictlán.
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