Neptuno 23, Ciclo 472, Tercera Era
Tenochtitlán
El incienso lo embriagaba, le hacía sentir
una punzada entre ambos ojos, un peso que lo jalaba hacia el suelo de roca y
agua sobre el que se encontraba sentado. Si fuera menos perceptivo, Eztliohtl
habría podido ignorar la corriente que pasaba justo entre sus piernas, al lado
de sus pies, que le escurría desde más allá del cielo de roca de Tenochtitlán,
y habría podido enfocarse en su visita a Tezcatlipoca. Pero todo lo distraía,
sobre todo el dolor de cabeza. Estaba inquieto desde hacía varios días; los
enanos y los elfos movían noticias de una enfermedad que se extendía al sur de
Úrim. Y también estaba su padre, que no lo dejaba en paz, aunque tenía ya casi
una década que no vivía con él. El sacerdote mayor lo había visto, y pidió a
Mixcóatl que lo dejara vivir con ellos un tiempo, en lo que los tzitzimime lo
abandonaban. Su padre accedió, con la condición de que festejara el cambio de
ciclo con ellos, todos los ciclos, mientras durara su entrenamiento. El
sacerdote que lo entrenaba notó que se distrajo. Lo había hecho antes gracias a
su ojo de humo, y probablemente entonces también.
— ¡Concéntrate!
El látigo le llegó desde
las sombras y le levantó la carne de la espalda. Apretó los dientes. El dolor
le serpenteó hasta la garganta y las uñas se le clavaron en la carne del
coraje. No había mucho más que hacer. La sangre se mezcló con el riachuelo, que
escurriría a través de toda la pirámide, ayudaría a lubricar las puertas y,
finalmente, se integraría a la calzada fuera de ahí. Se acomodó nuevamente
sobre la piedra que le servía de asiento, sobre el riachuelo, e inhaló. El olor
de la resina quemada le llenó los pulmones y acentuó todas sus aflicciones
antes de hacerlas desaparecer. Estaba listo para viajar otra vez. Se acomodó
una vez más, bajo la supervisión del sacerdote, miró el suelo y, poco a poco,
sus párpados le ganaron.
Vio, como cubiertos con
una noche estrellada y profunda, sus brazos, las marcas de los rituales pasados,
los tatuajes en sus brazos, el templo, la calzada de roca, cubierta con decenas
de imágenes de Tonatiuh, luego la caverna completa y, por fin, llegó entre
sueños a la Selva de Jade que se había enraizado y trenzado sus raíces por
encima de ellos. Encontró al jaguar al que había estado buscando desde hacía
meses; sabía que era el mismo porque, justo entre los ojos, tenía una marca
verde, como un jade de cristal clavado entre ceja y ceja. La bestia no podía
verlo, pero sabía que había algo cerca de él. Los sacerdotes le habían dicho
que las marcas en su piel indicaban el día y hora exactos de su nacimiento, un
mapa estelar que reunía toda la información que necesitaban los dioses para
llevarlo a su lugar en el Mictlán; por eso, decían que no había dos jaguares
con las mismas manchas, ni con la misma piel. Se acercó con cuidado, a través
del humo que rodeaba a la bestia, y poco antes de llegar, tropezó con una raíz.
La bestia se sobresaltó y salió corriendo, desvaneciéndose en una nube de humo
que se perdía en el humo.
Eztli abrió los ojos para
ver de frente a la enorme placa de piedra del Tonatiuh frente a él. Había
fallado otra vez. Xihualpatlitzin estaría furioso. O quizás no. La última vez
lo había mandado azotar, y todavía una vez anterior a eso, sólo inhaló, se
clavó una espina de maguey en la lengua y repitió una plegaria de hueso y
carne. Se culpó a sí mismo durante un rato del fallo de su estudiante, y le
ofreció a Xipe-Totec una piel de coatliquetzal entera si con ello perdonaba a
su estudiante. Nunca supo si su Señor, el Desollado, le respondió, pero dado
que le permitió seguir estudiando en el calmécac,
asumió que sí. Volvió a cerrar los ojos, pero otra vez, no podía concentrarse.
El dolor del trasero crecía. Las piedras del suelo le habían hecho ampollas en
la parte baja de los muslos y el constante flujo del agua le hinchó los dedos.
Entró al mundo de humo y esperó a que el sacerdote saliera de la habitación.
Estuvo caminando alrededor de sí mismo, mirándose. Su padre, de unas cinco
varas de altura, le había heredado los ojos de resina, dorados, y la nariz
pequeña. Todo lo demás era de mujer. Su madre medía cuatro varas y dos nudos,
apenas más pequeña que su padre, pero él no llegó ni a las cuatro. Era más bien
delgado, y los ciclos que había vivido entre los templos de Tenochtitlán lo
habían hecho también un tanto blando. Abrió los ojos, inhaló el copal quemado
una vez más, se levantó acalambrado y salió de la habitación, rodeado de un
humo distinto. Cada que viajaban al otro lado, éste cambiaba. Xihualpatli sabía
leerlo; llamaba a ese ritual el ojo de humo, pero nunca había estado seguro de
sus poderes. Algunos decían que competían con los de los enanos, y unos más,
que los trolls mismos habían retrocedido ante la furia del sumo sacerdote. Él había
visto algunas cosas también, claro. En una ceremonia a Huitzilopochtli, a la
que habían invitado a los enanos de Gal’Naar, hizo que el Mixatli, campeón de
las Guerras Floridas contra Tlaxcala, dejara de sentir dolor, como un último
tributo a su valentía y a su fiereza. Detuvo toda la sangre dentro de sus venas
y luego, le arrancaron el corazón de un tirón. El Guerrero Tortuga tuvo tiempo
de verlo fuera de su pecho y gritar algo, un aullido de guerra, antes de
extinguirse.
Siempre pensaba en la
gloria de la guerra, en la sangre, en el mundo que él no quería para sí. Y casi
siempre, lo seguía la figura del jaguar que tantas veces se le había ido ya.
Las ramas de algunos ahuehuetes se colaban en los pasillos, que escalaban hasta
el cielo con sus muros de granito verde. Sobre ellas, los quetzales y los
cenzontles de Tenochtitlán volaban libres, cobijados por la colosal Caverna del
Sol, la primera de cientos que se excavaron en la península de Vinland. Había
mitos, como siempre. Eztliohtl sabía de los Dragones, hijos de Quetzalcóatl que
se habían revelado y que calcinaron las viejas ciudades. El Códice
Yaoyotlxóchitl los pintaba como monstruos gigantescos, imparables. Se decía que
el Popocatépetl eran los restos petrificados de uno de ellos, uno de los siete
que los mandó a vivir bajo tierra. Hacía tanto de eso, y estaban ya tan hechos
al canto del agua entre raíces, al latir de la roca, que a nadie le interesaba
volver a reclamar la superficie. Además, los enanos sabían cosas, y les
revelaron secretos de arquitectura que les permitieron reforzar los muros y
establecer su dominio en toda la región. Vivían cómodos, en paz, y habían
podido prosperar.
Anduvo agachado durante
unos diez minutos, hasta que llegó a la plaza del calmécac. Xihualpatli
practicaba cerbatana con algunos aprendices. Su figura delgada, casi escuálida,
se alzaba seis varas sobre el suelo. Pese a sus sesenta ciclos de edad, se
mantenía firme, y el cabello, de una obsidiana absoluta, le bajaba hasta la
cintura. A los sacerdotes les tatuaban las palmas de las manos, pero sólo el
Sumo Sacerdote, el más grande de todos, se tatuaba lo blanco de los ojos. Era
un símbolo de poder. Le decían al mundo que se alejaban de él, que dejaban de
ser humanos para transformarse en otra cosa. Un heraldo o una voz. Un
Intérprete del Humo. Cada tres dedos, tenía anudado un pequeño aro de madera, o
un hueso, que cascabeleaban e imitaban el ritmo de sus pasos. Los muchachos
reían y se disparaban bagazo de caña los unos a los otros, el sacerdote los
golpeaba de vez en cuando con una vara para que dejaran de hacerse los
estúpidos, pero incluso él reía de vez en cuando. Recordaba su entrenamiento con nostalgia.
Alguna vez, Mixcóatl, su padre, le dijo que no tenía ni las agallas ni la
fuerza de un verdadero mexica, y que por eso los sacerdotes lo habían adoptado.
Le insistió que podría ser un Guerrero Serpiente; que quizá jamás tendría la
velocidad o fuerza de sus hermanos, pero podía y sabía pensar. Su padre ni
siquiera le contestó. A los dos días, un grupo de teopixque lo sacó de su casa gritando y pataleando y lo arrojó a
los brazos de Xipe-Totec. Desde el primer día lo tatuaron con carbones y tinta
de cochinillas. Al segundo ciclo le hicieron sus perforaciones, le marcaron la
cara con aros de metal y le tatuaron una serie infinita de conchillas y flores
en los brazos. En ese entonces no lo entendía, pero pronto se enteró que eran
las marcas rituales de los piromantes. También le enseñaron a llamar a Tláloc
usando tambores, pulseras de semillas, caracoles y palos de agua, y desde que
tenía trece ciclos de edad, se unió a la danza de protección que hacían al
iniciar la Estación del Fuego. Y, como los ataques de Tlaxcala y Cholula eran
constantes, y también constante eran las incursiones de Tenochtitlán a las
ciudades de los alrededores, les enseñaron a defenderse, por si alguien, algún
día, tenía el temple para desdorar los lugares de culto de los dioses.
La piromancia del Sharran
se había colado hacía eones a Tenochtitlán, y casi todos los sacerdotes eran
expertos manipuladores del fuego. Se decía que hacía milenios todos podían
manejarlo, pero algo pasó entre la Segunda y la Tercera Era que hizo que la
Academia y los Relicarios se dedicaran a exterminar a los magos, y a limitar el
uso de la magia en las ciudades libres de Úrim. Algunos decían que eran
dragones. Otros, que los trolls de Thule habían roto el cerco del Imperio Orco.
Sea como fuere, en el calmécac les hablaban sobre el Gran Vacío, la fuente de
toda la magia del planeta, y los sacerdotes afirmaban que se estaba agotando.
Esperó hasta que
terminaron las prácticas. El sumo sacerdote Xihualpatli lo había visto nada más
entrar, pero no le había prestado atención, no con la mirada, al menos. Eztli
lo sabía. Había usado su ojo de humo para mirarlo, para vigilar cada latido,
cada pensamiento. Lo había observado y sabía de su fracaso desde antes de que
Eztli abriera la boca. Estaba nervioso. Cuando Xihualpatli volteó y lo perforó
con aquellos globos negros, absolutamente negros que tenía por ojos, sintió que
la sangre bajaba, bajaba, hasta las entrañas del Mictlán.
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