Las
Ruinas de Uruk
Ciclo 85, Cuarta Era
En algún punto de Ea-Anu, el Polo Norte
Corrieron hacia la enorme gruta que se
abría entre las laderas de la cordillera, donde la tormenta de nieve no pudiera
alcanzarlos. Al sacrificar a las bestias podían cubrirse del frío; de haberse
aferrado a los camellos, seguramente ya estarían todos muertos. La caverna a la
que llegaron era tan grande que las quince personas que formaban el grupo de
exploración cabían cómodamente y no tardaron en hacer una fogata para quitarse
de encima la frialdad del exterior. El Acamar,
capitaneado por Bakri Musif, había navegado durante dos meses hacia el
norte de Granada, la Primera Ciudad, pasó junto al Árbol del Mundo de los
viejos mapas y siguió navegando sin variar el rumbo. Encontraron una costa,
apenas cubierta por un par de kilómetros de vegetación y, después de eso,
hielo. Hielo hasta donde alcanzaba la vista. Una blancura infinita que se
extendía al norte, al este y al oeste, y sólo el sur conservaba una promesa de
vida más allá del horizonte. Los hombres decidieron que sería más fácil moverse
por el mar hasta donde el hielo se los permitiera. Una semana después, con
pocas reservas de carne de camello secas y cercados por un hielo tan denso que
no podían quebrarlo con los débiles hechizos de los piromantes de a bordo,
decidieron seguir a pie. Dos semanas después de abandonar el barco encontraron
una enorme cordillera helada, formada quizá por la caída incesante de hielo y
nieve. Se decía que hacía muchos ciclos, los enanos vivían en las cordilleras
de Gal’Naar, pero éstas habían desaparecido, hasta donde sabía Granada, luego
del Desgarre. Tenía días que habían dejado los últimos restos del mundo
conocido, y estarían llegando a la orilla del mundo, el enigmático páramo
helado de Ea-Anu.
Las
sombras nacidas de la hoguera lo distrajeron de sus pensamientos. Las estalactitas
de hielo goteaban sobre ellos y a pesar de las gruesas cobijas y abrigos en los
que iban envueltos, las ráfagas de aire glacial se colaban por la apertura de
la cueva y les atravesaban los huesos. El olor de la carne asada lo hizo
salivar y lo distrajo un poco del hielo del exterior. Comieron un poco y durmieron
aquella noche en un campamento improvisado; por la mañana, se dieron cuenta de
que la tormenta de nieve no se detendría. Sólo les quedaba internarse más en la
gruta. Los piromantes conjuraron llamas para iluminar la caverna. Los muros de
hielo se elevaban por más de veinte metros por sobre sus cabezas y era lo
suficientemente ancho como para que pasaran veinte hombres, codo a codo, a
través de ella. Pronto descubrieron que había un riachuelo que fluía dentro y
cien metros más adelante encontraron aguas termales. El grupo entero se acercó
y pudo ver una pequeña luz azul al fondo del agua, lo que le daba un aire
espectral. El vapor les produjo escalofríos y pudieron agradecer a los
Guardianes por el descanso. Decidieron dejar las casas de campaña y todo cuanto
estorbara al lado de las aguas termales. Llenaron sus pellejos con el riachuelo
y decidieron dividirse en dos grupos; el primero, cuidaría las cosas y
analizaría los mejores cursos de acción y el segundo iría a explorar. Bakri
Musif se llevó a diez hombres y Alif y sus compañeros vieron a los demás
alargarse en una sola sombra.
Hablaron un rato, pero el
eco de las cuevas los ponía nerviosos. Entre el goteo del agua y la ansiedad de
la espera, los cinco hombres no pudieron ni hacer planes, ni concentrarse, ni
nada, así que aprovecharon el tiempo para hacer una caminata de reconocimiento;
con eso, al menos no se sentirían unos inútiles. Se dividieron por parejas. El
timonel, Kaamal, era un granadino robusto, más bien obeso, pero las semanas que
habían pasado en el norte habían provocado una rápida disminución de peso.
Bebía mucho y siempre tenían algo que contarle. No eran amigos, pero se agradaban.
Y Alif agradecía la compañía. La oscuridad los envolvía con un manto pesado,
tan pesado que, de no ser por la piromancia, no habrían podido avanzar sin
perderse. Kaamal avanzaba con paso firme junto a él sin dirigirle una palabra.
Los últimos días habían sido así: hablaban sólo lo necesario; el hielo les
había trabado las mandíbulas unas con otras. Alif guiaba el camino de ida con
su fuego; era mejor que uno ahorrara energías para después. Habrían pasado unos
veinte minutos cuando vieron un resplandor a la distancia. Los granadinos
aceleraron el paso hasta la fuente de luz: un sinnúmero de plantas de más de
tres metros de altura se extendía a lo largo y ancho de lo que parecía ser una
tierra de cultivo. Los granos eran tan grandes que habrían necesitado al menos
seis hombres para moverlos y seguramente podrían alimentarlos a los quince sin
problema alguno.
—
No hablan de esto. — Murmuró Alif.
—
¿Cómo?
—
Los libros.
—
Ah, eso. — Kareem hizo un gesto de
exasperación y lo dejó atrás. Avanzó con paso decidido a una de las plantas y
arrancó un pedazo de una de las brillantes hojas que aparecían frente a él.
—
Esos libros nos trajeron aquí.
—
¿Y cuál es tu punto?
—
Que no podemos comérnoslo sólo así. Nadie
los había visto antes, no están documentados. Ni siquiera sabemos por qué
brilla. Quizá hasta es venenoso.
—
¿Se te ocurre algo mejor? — Kaamal sacó un
puñal que traía consigo y se acercó a uno de los granos de medio metro de
altura que tenía frente a él. — Nos queda carne para hoy y mañana, nada más.
—
Yo no me voy a arriesgar. — El timonel lo
miró fijamente a los ojos, cortó un pedazo de un tajo, se lo metió a la boca y,
antes de que alcanzara a darle una mordida, la semilla se licuó. Kaamal escupió
a un lado. — ¿Pero ¿qué…? ¿Qué carajo es esto? — Se quedaron quietos un par de
segundos.
—
¿Y bien?
—
Es ácida, como una naranja, pero sabe
también a dátil. — Hizo una pausa, miró con cierto miedo a Alif, pero su
postura cambió de inmediato. Una energía espontánea le renovó los ánimos y
cortó un pedazo más grande. — Deberíamos llevarnos una al campamento.
—
No seas imbécil. — Alif lo miró a los
ojos, la llama en su mano agonizaba. No quería admitirlo, pero se sentía
cansado. — Primero hay que ver si sobrevives.
—
No seas ridículo. Vamos de regreso, me
toca a mí. — El timonel conjuró una llama, y para sorpresa de ambos, ésta
surgió con una potencia que no había visto en días. — ¿Seguro que no quieres
probarlo?
—
Si no has muerto para mañana, lo
consideraré.
Regresaron al campamento
media hora después, Kaamal mucho más revitalizado que cualquiera de los
exploradores del Acamar. A pesar de
las advertencias de Alif, Kaamal les contó a los otros tres guardias de las
plantas mágicas que se deshacían en la boca y rejuvenecían a quien las
consumieran. Alif les sugirió esperar al resto del grupo y aceptaron a
regañadientes. Con el frío apenas controlado por los vapores de las aguas
termales y la posibilidad de restaurar sus energías a la mano, Alif temió que
hubiera una revuelta o algo peor; el desconcierto de una oscuridad tan
gigantesca que no les permitía ver el techo de la caverna, por el otro lado,
bastaba para convencerlos de que permanecer juntos era la mejor ruta de acción.
Pasaron dos, tres, cinco horas — en las que, además, Kaamal no parecía haber
enfermado— y, por fin, medio día después de que partieron, los exploradores
regresaron.
—
Caminamos al noroeste por dos horas, lo
más recto que pudimos. Quemamos el hielo para no perdernos de regreso. — Hizo una pausa y buscó la confirmación de sus
compañeros, que asentían mientras hablaba, escupió a un lado y siguió. — Mientras
más avanzábamos, más nos parecía que el hielo bajo nuestros pies se coloreaba,
justo como en las aguas termales. Antes de que pasara mucho tiempo, nos dimos
cuenta de que veníamos sudando. Tajim fue el primero en quitarse el abrigo.
—
Hacía mucho calor. — Dijo Tajim. Era uno
de esos marineros afectados por una variación especialmente agresiva de la
bacteria Coralis Intracarnisensis, que
dejaba idiotas o mutilados a quienes la sobrevivían. Era tratable, y sólo la
gente más pobre sufría sus efectos más severos. Alif lo había visto desde que
abordaron el Acamar, y deseó que nunca lo pasaran por la borda como a aquel
desgraciado. — Hacía calor.
—
Quizá más que aquí, — prosiguió Bakri —
pero nos dimos cuenta hasta más tarde. Porque primero vimos los muros de
permahielo.
—
Más de cincuenta metros de alto.
—
Había caracoles y conchas de mar
enterradas en sus paredes.
—
Encontramos una escalera hecha con los
restos de un cangrejo; ese monstruo debía tener al menos siete metros de alto.
— Bakri los miró a todos, y viendo que Alif no citaba sus jodidos libros para
interrumpirlo, prosiguió. — Cada peldaño
medirá al menos tres metros, pero también había un canal en la orilla, como una
especie de remate por el que hubiéramos podido subir. No lo hicimos, claro.
Para entonces ya era difícil ignorar el hambre y decidimos volver.
—
Entonces, — dijo Kaamal, mientras sacaba
una pipa y se recargaba en una de las cobijas que habían dejado los
exploradores en el suelo a su regreso — ¿nos están diciendo que encontraron un
edificio?
—
Así es. No sabemos quién lo hizo. — dijo Bakri.
Inhaló, cerró los ojos como si buscara entre sus recuerdos y se adelantó a la
pregunta que todos tenían en mente. —No, no creo que hayan sido hombres.
Escuché de enanos acá en el norte, pero si los hubo, yo creo que ya se les
congelaron los culos. — Bakri sonrió. — Deberíamos ir a buscar oro en las salas
de los viejos reyes.
—
Nadie ha visto a un enano desde el
Desgarre, ni siquiera a los de Skølsgarde. — Alif se aclaró la garganta. — Mi
abuelo me contó sobre las columnas torcidas de Bael-Ungor cuando era niño.
Decía que un puente de cristal cruzaba por cientos de kilómetros un lago
subterráneo, y que las columnas torcidas que surgían desde el fondo de una
galería interminable se alzaban casi doscientos metros por encima de sus
cabezas. Pero los enanos siempre tuvieron todo bien iluminado. No por ellos,
sino por quienes fueran a visitarlos a las forjas subterráneas.
—
Pero todos están muertos.
—
Quizás.
—
No eran ruinas enanas. — afirmó con aplomo
Bakri — He visto algunos esquemas y dibujos en Granada y no tenían parecido
alguno. No, éstas eran más bien lisas, estaban hechas de un hielo que no se
derretía a pesar del calor, tan duro que no pudimos hacerle mella con las dagas.
—
Supongo que iremos luego de descansar.
—
Así es.
—
Nosotros tenemos algo que contarles. —
dijo Kaamal. Alif sintió una punzada en el estómago, pero considerando que Kaamal
seguía vivo y no parecía haber enfermado, supuso que no había problema en
decirles, e incluso se vio tentado a comer él mismo un poco de aquellos granos
azules que encontraron. — El idiota de Hasán y yo fuimos al este mientras
regresaban y encontramos estas plantas mágicas.
—
Le dije que no comiera.
—
Como siempre, nuestra conciencia. — Kaamal
le dio una palmada en la espalda, a lo que Tajim y el resto siguieron con una
risotada. — Ignoré al blandengue éste, corté un pedazo de la semilla y me lo
tragué. Fue como comerme un camello entero.
—
Entonces no es venenoso.
—
Si fuera igual de potente que esto, un
veneno de esas plantas me habría matado al instante.
—
Tiene sentido. Entonces, — dijo Bakri,
poniéndose de pie — llévanos allá. Todos podríamos comer algo más que esta
carne rancia y estaremos de regreso antes de dormir.
Apagaron las llamas. Kaamal
iba en la cabeza, junto a Tajim, que al menos servía para alentar al guía lo
suficiente como para que los demás se pusieran al corriente. Alif y el capitán
iban hasta atrás, discutiendo los posibles riesgos de ingerir la planta. No le ha pasado nada, recalcó Bakri una
y otra vez, como convenciéndose de que había tomado la decisión correcta al
llevarlos a todos allá. Como dijo Kaamal, llegaron pronto y encontraron la
semilla que había cortado en la primera vuelta. En esta segunda excursión, Alif
se fijó en más cosas. Las plantas estaban sembradas directamente sobre el
hielo, no en la tierra, y quizá era por eso por lo que se deshacía en las bocas
de quienes la ingerían. Están muy bien
alineadas, y no necesitan tierra. Parece la obra de una mano consciente y no de
un azar de la naturaleza, escribió Alif. Es probable que estemos entrando en el territorio de una civilización
antigua; no quiero afirmarlo aún, pero podrían ser los gigantes. También se percató de que entre dos personas
podían mover uno de los granos, a pesar de estar hechos de celulosa y fibra muy
parecidas a las del trigo que conocían en Granada. Al final, cedió al hambre.
Si era cierto que las plantas mágicas podían curarlo a uno del hambre por
horas, entonces no perdía mucho intentándolo. Apenas puso un fragmento de
semilla entre sus dientes sintió una oleada de calor extendiéndose de su lengua
hasta sus pies y de la boca a la cabeza. El regreso fue mucho más animado,
sobre todo porque llevaba cada quien uno de los enormes granos que los habían
salvado de una muerte segura. Durmieron mejor que en meses, algunos dijeron que
en décadas, y despertaron con interés renovado por las ruinas. Alif le comentó
sus sospechas de que pronto encontrarían reliquias del pasado, Bakri sonrió, le
dijo que podrían comprar un barco igual al Acamar
si era cierto, y encabezó la segunda expedición. Desmontaron las tiendas y se
llevaron el campamento consigo. Aprovecharon el calor de la cueva para quitarse
los abrigos y formar camillas sobre las que transportaban todo cuanto
arrastraban desde que habían llegado ahí. Tres horas después, vieron un
destello azulado que se alzaba más allá de la bóveda de la cueva e iluminaba lo
suficiente como para que pudieran reconocerse las cicatrices los unos a los
otros.
Alif Hasán escribió: Jamás pensé que vería algo como aquello. Era
como si el fondo mismo del Gran Mar Océano se hubiera levantado por capricho de
algún dios cuyo nombre desconocíamos y que, evidentemente, había dejado Úrim
hacía muchos, muchísimos ciclos. No lo digo sólo por el monstruoso volumen del
edificio, sino por la cantidad de caracoles, cangrejos, conchas, peces y rocas
que adornaban las entrañas del hielo. Las paredes, de una altura bestial, eran
frías al tacto y, sin embargo, lo hacían sentirse a uno como en casa. Quizá “cómodo”
es la palabra más acertado. Los muros parecían vibrar a nuestro alrededor como
vibran las paredes de las ciudades en las que los camellos y las carretas
circulan con frecuencia y levantan pequeñas tormentas de arena a nuestro
alrededor. Quizá era esa misma sensación la que nos llevó a aceptar todo cuanto
veíamos como algo un tanto más natural, algo cercano a nosotros y no como lo
que debió parecernos siempre: algo extraño, dislocado del tiempo, como debió
ser la vida al principio, cuando el primer elfo abrió los ojos y vio los montes
y los bosques del mundo y sintió que nada de aquello le pertenecía; cuando
nosotros mismos apenas salíamos de Granada sin saber que, rodeados de los
cuentos y fantasmas de la eternidad, caminaríamos en las orillas del mundo
sepultados bajo la blancura infinita de Ea-Anu.
El calor que irradiaba el
edificio de permahielo había creado una caverna hueca alrededor de él. No tardaron
en encontrar los escalones de los que hablaron mientras cenaban. Los peldaños
eran tan altos que ninguno de ellos podía subirlos ni siquiera si saltaba o si
dos se coordinaban para elevar a un tercero y Alif estimó que tendrían al menos
tres metros de largo por tres de alto. Pero las orillas de la ciclópea
escalinata presentaban un canal, una especie de barda decorativa, de tres
metros de ancho, lo suficientemente rugosa como para permitirles escalar por
ahí. Subieron y subieron, el techo de la caverna, que antes les parecía
inalcanzable, comenzó a quedarse atrás. Ascendieron tan lento y con tanto
esfuerzo que Alif entró en un trance que debió durar alrededor de una hora. Se
enfocaba en la pierna que descansaba para no sentir la que se movía, y cuando cambiaba
de pierna, su atención cambiaba a la otra. Por fin llegaron a un arco, tan
desproporcionadamente enorme que no fue sino hasta que estuvieron parados entre
las columnas de oro —que tampoco podían mellarse ni deformarse por más que lo
intentaron— que se dieron cuenta del tamaño que debía tener la gente que lo
construyó. Si de verdad habían sido manos mortales quienes lo crearon, debían
tener al menos unos quince metros de alto. El edificio debía tener unos ciento
ochenta metros de alto; cada uno de los pisos —que ahora podía ver claramente—
tendría sesenta metros de alto. Se sintió sobrecogido por las revelaciones,
aunque sus compañeros más bien parecían felices de por fin poder descansar.
Tenían cuatro caminos,
aunque una sola opción. Debían moverse como grupo y sólo podían elegir uno de
los cuatro caminos que aparecían ante ellos. El primero era volver, dos de
ellos, el de enfrente y el de la derecha, los obligarían a bajar y se perderían
aún más dentro de la cueva, y la última, la izquierda, les presentaba una
explanada de cien metros de ancho, más escaleras, más pisos. Tajim les comentó
poco después que en aquella dirección había suficiente espacio como para montar
un campamento si así lo desearan. Al final, Bakri decidió seguir adelante con
la exploración y tomaron el camino de la izquierda. El hielo azulado bajo sus
pies los tenía algo nerviosos. Habían comprobado que les sería imposible
romperlo, pero saber que había animales vivos dentro de él no dejaba de
inquietarlos.
Resbalaron
por uno de los canales de la nueva escalera, caminaron diez minutos y subieron
otros diez por la siguiente escalinata. El grupo entero protestó y decidieron
acampar en el que sería el tercer piso de un edificio colosal. Hasta entonces
había reparado poco en los diseños de las conchas y piedras engastados en lo
que parecía una pared exterior de los muros. Mientras más los veía, más seguro
estaba de que se correspondían con las estrellas del norte, y reconoció
enseguida la constelación de Sipasi-Anna, un nombre que venía de lejos, desde
muy atrás en la historia, y cuyas estrellas contaban la historia de una
cazadora de los tiempos de los gigantes que desafió a los dioses de la muerte y
se inmortalizó en el cielo. En Granada les habían enseñado a navegar usando las
estrellas, pero ¿quiénes les pusieron los nombres? Algunas tenían mitos
entretejidos con sus nombres —recordaba a Saiph, a Nahr y a Alioth, los
dragones, eternos ahora como estrellas— pero otras sólo se llamaban así. Estuvo
analizando el hielo otro rato, en lo que los demás montaban las camas y
extendían las cobijas para acostarse. La temperatura se había estabilizado
desde hacía ya unas horas; no tenían ni frío ni calor, e incluso algunos
llegaron a decir que se sentían refrescados por una corriente de aire cuando
subieron. Los muros estaban hechos de dos capas: una sólida de permahielo, que
rodeaba y daba forma a la estructura, y una líquida en medio, en donde vivían
todos aquellos peces que no conocía, y que, Alif deseaba, algún día tendría la
oportunidad de clasificar. Comieron de sus semillas mágicas y se fueron a
dormir. Aquella noche soñó con una voz que le prometía revelarle los secretos
de la ciudad. Despertó poco después de Bakri, pero antes que todos los demás.
El capitán se encontraba mirando los acuarios de los muros.
—
Son increíbles, ¿verdad? — Bakri solía
hablar con todos ellos; era parte del secreto de por qué tenía una autoridad
tan sólida dentro de su barco. — Si mal no recuerdo, estás contando las
maravillas del mundo. ¿Cuál fue la última?
—
Yggdrasill, el Árbol del Mundo.
—
Pues puedes poner este edificio junto al
resto. ¿Lo conocías?
—
No, y no recuerdo haber leído sobre algo
así. — El campamento despertó poco a poco, y en ese momento, Alif escuchó las
voces de sus compañeros. — Si quienes hicieron esto conocían las matemáticas,
quizá también hayan sabido escribir.
—
Es posible. — Bakri se dio media vuelta y
se dirigió a los demás. — ¡Todos de pie! ¡Nos vamos!
El temor del día anterior
se había disipado y lo reemplazó una curiosidad que crecía paso a paso.
Retomaron la marcha después del desayuno, subieron por una nueva escalera y
ante ellos, justo al centro de lo que Alif consideró una pirámide, se erguía
una puerta de sesenta metros de alto, hecha de láminas de una piedra azul con
manchas de oro y nieve a la que los toledanos llamaban lapislázuli, con
permahielo engastado en el centro y decorado con zafiros, esmeraldas, topacios
y diamantes tan grandes que los exploradores estaban seguros debían ser falsos.
Los rubíes excedían los dos metros por lado y habían sido exquisitamente
tallados por manos no humanas, al menos, ninguna que Alif conociera. Comieron,
durmieron un par de horas más, y cuando se acercaron poco después al monolito, lo
vieron: la puerta de la estructura estaba entreabierta.
Nunca supo si fue por protegerse,
pero todos se agruparon en un círculo, unos al lado de otros. Las galerías del
interior sobrepasaban por mucho el ancho de cualquier templo o fortaleza humana
que ellos conocieran; Alif calculó que tendrían al menos veinte metros de
ancho. La oscuridad era prácticamente nula. El brillo de las paredes, aunque
tenue, alcanzaba a iluminar la altura de la cueva, y parecía que no existía
sombra alguna que pudiera abarcar los colosales muros de hielo. A pesar de que
avanzaban a un paso considerable, las estancias se prolongaban en una rectitud
sin fin, tallada con motivos de peces y moluscos, de ballenas y calamares y
otras bestias que ni siquiera los más experimentados marineros distinguían. Encontramos los muros de alguna ciudad, entramos
a las profundidades de una bestia que no podemos comprender. Alif hizo
dibujos y tomó medidas, pero, de todo cuanto veían, poco tenía un nombre en las
lenguas que conocía.
Los grandes corredores
dieron paso a una sala inmensa. No fue difícil ver el agujero que había en su
centro, ni la estatua que, engastada como un pilar del mundo en el corazón del
templo, rebasaba los cien metros de alto. Alif recordó que se hallaban en el
piso superior de la estructura; la estatua, que nacía en la planta baja, pasaba
por varios salones y coronaba la estancia con una cabeza humanoide.
—
Debieron ser los gigantes. — dijo Bakri. —
Hay cuentos sobre sus ciudades y sus obras; relatos del Atlante tan antiguos
que apenas quedan entre la memoria de mi gente.
—
¿Conoce alguno, capitán?
—
No, pero los elfos y los enanos de
Thorsheim hablaban de árboles y montañas que se movían durante la Edad de las
Conjuras.
—
Hace ya un milenio. — añadió Alif. — Si
fuera verdad, estas salas son seguras.
—
El granadino tiene razón. — apuntó Shur,
el remero. — No creo que sus cuentos y leyendas vengan a matarnos.
—
Será mejor que permanezcamos juntos. —
insistió Bakri. — Es posible que haya alguien más aquí.
Tomaron el camino de la
izquierda, donde el gigantesco precipicio daba paso a una escalinata. Mientras
más bajaba, más grotescos eran los animales atrapados en ese hielo que refulgía
como si hubiera atrapado gotas de sol en su interior. Una larguísima línea
negra, tan ancha como las galeras de los elfos, apareció en una pared. Alif,
dominado por la misma voz que le habló en sueños, entró en un trance, y escribiría:
“Es como una cobra, pero sus proporciones
rayan en la locura. Un ojo ciego, congelado desde que un dios cuerdo creó el
mundo, es tan grande que cuatro de nosotros tendríamos que colocarnos uno
encima del otro para siquiera abarcar su altura. Quizás los guardianes la
encerraron aquí, patrón malhayado de la creación, para protegernos de los de
los horrores de la era sin luz. Kósmon creó el cielo y la tierra, dicen las
Reliquias de Santiago, pero nadie sabe lo que creó el Gran Vacío Ginnungagap
mientras él no miraba. Una infinidad de escamas, un dragón sin alas ni brazos,
reducido a la mínima expresión del terror, tan malformado que prefirió el
abismo al cielo; que prefirió sufrir todos los horrores del mundo, que se
expuso a la locura del olvido antes de volver a mirarse a sí mismo reflejado en
el mar. Nacido en el corazón del Vacío cuando la luz lanzó su primer destello.
Engendrada en y por sus sombras, consciente y hambrienta, separada, por los
siglos de los siglos, del resto de sí misma. Se repitió hasta el infinito su
soledad; cada centímetro que podía ver no era sino una prolongación de su
cuerpo, y supo que no había en el universo nada que no fuera una continuación
de su angustia. Así creció y con ella crecieron los abismos, cercenados de la
luz y de otras sombras, y en esa sucesión de la náusea, la serpiente cerró los
ojos. Cuando por fin los abrió, habían pasado ya los eones, y los dioses habían
nacido, peleado y muerto, el mundo había cambiado de color y las razas de Úrim
nacieron y cubrieron el mundo. Los elfos y los…”
—
Eh, cabrón, ¿Te vas a quedar ahí? — Alif
salió del trance. Tajim y Kaamal lo miraban a algunos metros de distancia. — El
capitán quiere que veas algo. A la otra te dejemos solo. — Kaamal escupió en el
suelo. — No tenemos por qué estarte cuidando.
— Los pudieron ver mucho antes de terminar de bajar la escalera y
llegaron a donde se encontraban los otros miembros de la tripulación del Acamar. Estaban en una estancia central,
con grandes aperturas a los lados; eran, según los otros, corredores que se
alargaban hasta donde alcanzaban a poner los ojos. Luego, en el centro, y justo
donde nacía la estatua que coronaba todos los demás niveles del templo, estaba
una mesa. Había bloques de hielo inmensos; cada uno decorado con una piedra
preciosa distinta y construidas de manera distinta. Algunos se asemejaban más a
las sillas de los hombres, y otros no dejaban de parecer bolas de nieve con
apenas alguna muesca que serviría de asiento; otras más, talladas en forma de tronos,
se alzaban por lo que Alif dedujo serían diez metros, y había al menos unas
treinta de éstas.
—
Son sillas. — dijo Shur. — Quien sea que
se haya sentado aquí, medía al menos ocho metros.
—
Doce. — lo corrigió Alif.
—
¿Dónde estaban?
—
Buscando pistas, supongo. — Kaamal se
apartó del granadino y se integró con los demás.
—
¿Y bien?
—
No sé. Estoy igual de perdido que cuando
llegamos, capitán.
Bakri suspiró. Tajim se llevó las manos a la cabeza.
El capitán los convocó para trazar el nuevo plan de acción. Tenían una cosa
clara, la menos por el momento: sus vidas no se encontraban en peligro. Y si
pudieran llevar al menos uno de esos artefactos al Acamar… Las ideas de riqueza y gloria pronto los contagiaron a
todos. Incluso Alif Hasán, que solía estar lejos de aquellas tribulaciones, se
imaginó a sí mismo sentado en algún palacio revestido de seda y oro; la
Alhambra, en Al-Andalús, sería un buen comienzo. Envalentonados por sus sueños
de fortuna inimaginable, decidieron montar el campamento debajo de la mesa de
hielo y piedra que sostenía su existencia a seis metros por encima de sus
cabezas. Shur y Kaamal descargaron las semillas azules y todos comieron un poco
de ellas. Alif durmió poco y mal. Los recuerdos de los salones y las galerías
se torcieron, y sus sueños le mostraron un laberinto tapizado de colmillos y
rostros, y para cuando los demás comenzaron a despertar, él había hecho ya
algunos trazos y cálculos. Dedujo que el edificio era perfectamente simétrico,
y realizó este dibujo:
—
Es la distribución más lógica que pude
encontrar. Exploré un poco antes de que despertaran y mucho concuerda con mis
trazos.
—
¿Dos habitaciones grandes?
—
Si hubo castas o líderes, tendría sentido.
O podrían ser bibliotecas o bodegas.
—
Ya veo. Pusiste treinta y cinco
habitaciones; aquí apenas hay treinta asientos. ¿No te parece que está mal?
—
No, Bakri. También lo pensé. Un edificio tan
grande y decorado como éste debió tener alguna función especial. Pensé en dos
posibilidades. La primera, —dijo Alif, mientras copiaba el plano en otra hoja —
es que fuera una especie de posada o lugar de paso. Una sola mesa larga, como
ésta, implica que todos se conocían y vivían más o menos en paz. La segunda es
que fuera un templo o lugar de homenaje. Si fuera así, entonces los sacerdotes
o monjes que habitaran este templo necesitarían espacio para ellos mismos.
Quizás algunos comían y otros estudiaban.
—
Eso no me dice nada.
—
Salvo cuántas personas, su tamaño,
costumbres, ideas, funciones, recursos, tienes razón, no dicen nada. — Bakri lo
fulminó con la mirada, pero aceptó que su escriba tenía algo de tazón. — Como
no conocemos la dieta de estas personas, tengo que asumir que todos comían estas
semillas azules.
—
No me imagino qué clase de criatura
necesitaría templos como éste. — Bakri se alejó del escriba y volteó su mirada
hacia los tripulantes dormidos. — Mandaré exploradores. Quiero saber si hay
algo que podamos llevarnos.
—
Estoy casi seguro de que esto era un
templo.
—
Y en Granada, las iglesias están a
reventar de oro.
Se dividieron rápido y se
pusieron en movimiento tan pronto como Bakri declaró el campamento seguro. Shur
se dirigió hacia el cuarto que se había designado como “cocina”; Kaamal
exploró, junto a un grupo en el que también iba Tajim, la parte trasera de la
escalinata que los había llevado ahí. El último grupo era el de Bakri y Alif.
El granadino creía que debía haber una habitación dedicada a ceremonias
religiosas, y el capitán insistió en que ésta se convirtió en la máxima
prioridad de la expedición. Iban ligeros: cargaban sus ropas y las hamacas
transformadas en carretillas para mover sus pertenencias. Sólo Alif pudo
salvarse de formar parte del grupo de saqueo; dijo que llevar su pluma y sus
libros era vital para poder evaluar y vender los artefactos en Granada. Al
principio, los marineros susurraron que Alif era un idiota, y renegaban del
evidente favoritismo del capitán para con ese inútil. Cada una de las
habitaciones que había marcado resultaba ser un muro idéntico al anterior. No
había puertas ni aperturas; diez minutos después de comenzada la exploración,
el mismo Bakri estaba empezando a perder la paciencia. Cuando llegaron al cruce
que estaba designado como “entrada”, la suerte por fin los favoreció. Una
puerta de hielo iba desde el suelo hasta el techo de la estancia; sus sesenta
metros de altura estaban recubiertos de tantas conchas, piedras, e incluso
hojas de Kemet que era imposible que no hubieran tenido contacto con otras
razas en el pasado.
Las
congelaron como pruebas de su amistad con los elfos,
pensó Alif. Y también hay brazaletes
enanos. Hay runas y telas preciosas
de Granada; sabía que la Perla del Desierto era antigua, pero no tanto. Estas
puertas son un mural y una declaración: todos cuantos se acerquen, sean
bienvenidos. Encontró también algunas notas escritas con el alifato
granadino, pero la lengua era tan antigua que sólo alcanzó a entender dos
palabras: “Gigantes” y “Uruk.” El marco de la puerta estaba decorado con unas
perforaciones triangulares; poco después se percató de que éstas eran palabras
y copió los símbolos triangulares en su cuaderno. Quizás los elfos sepan algo al respecto. Detrás de ellos, por el
camino por el que habían llegado, justamente en la habitación que él designó
como capilla, encontraron un arco claramente dibujado, que daba paso a una
lámina de hielo delgada. Bakri fue el primero en empujarla, y para su sorpresa,
la enorme puerta apenas pesaba. Un sinfín de joyas y reliquias de todas las
eras cayeron a los pies del capitán, y los hombres no pudieron contener los
gritos de júbilo que sucedieron al descubrimiento. Los marineros empujaron a
Alif, que cayó de bruces. Cuando se levantó, los vio a todos lanzándose oro y
joyas a la cara y, de pronto, todo estaba mal. Quizás la oscuridad encarnada en
una serpiente, la sangre que él mismo había dejado en el suelo, o el brillo
antinatural del hielo reflejado en el oro fue lo que lo sacó del trance. Alif
vio cómo las monedas se transformaban en arena, y las vasijas más grandes en
las osamentas de un centenar de criaturas. Elfos, orcos, enanos, sus huesos se
distribuían sobre el fulgor del hielo azul, y los verdaderos horrores que se
escondían en el glaciar de Ea-Anu salieron a la luz por primera vez en eones.
Una larga sucesión de barcos y galeras de todas las épocas, presentes y
pasadas, se arremolinaban en torno a un gran vórtice que latía bajo el templo
de hielo. Ahí donde antes el hielo traslúcido se fuera blanqueando hasta formar
una infinidad de nieve debajo de ellos, ahora veía una gruesa e interminable
sucesión de escamas que se mezclaban con madera y, abajo, sugerido sólo por las
corrientes de agua que se arremolinaban en torno a él, estaba el Gran Vacío Ginnungagap.
Alif se levantó y jaló a Bakri,
pero retrocedió en cuanto vio los ojos del capitán. Sus pupilas se habían
dilatado tanto que parecía se le vaciarían de adentro hacia afuera, y un
líquido, dorado y caliente, brotaba del centro de los ojos. El capitán sostenía
un puñado de cenizas; lo único que Alif escuchó fue la repetición, monótona y
susurrada, de la palabra “oro.” Los demás habían sucumbido cada cual a su
propio trance. Saruq repetía “fama”; otros, “comida”. Cuando vio que dos de
ellos se acostaron entre las cenizas y los huesos y se revolcaron hasta
ahogarse en ellas, supo que no podía hacer nada. El terror lo dominaba, y cada
vez podía pensar con menor claridad. Tenía que salir de ahí. Se encaminó de un
salto a la puerta por la que había llegado y lo vio. Desde la entrada, sobre el
enloquecedor remolino de oscuridad que pulsaba y latía bajo sus pies, justo
donde él supuso estarían las puertas de unas habitaciones que llevaban milenios
selladas, surgió una gigantesca figura humanoide. Y pensó en “surgir” porque no
hubo puertas, ni movimientos, ni sonidos que lo precedieran.
Se dio media vuelta. El
relicario tenía una salida del otro lado, lo recordaba bien. Pasó junto a Bakri,
los ojos se habían transformado ya en dos platos negros, y la mitad de la cara
se había derretido ya bajo la fuente de oro que seguía saliendo de las cuencas
de los ojos. El metal fundido caía al suelo y, en vez de transformarse en
pepitas sólidas, éste parecía mezclarse y desaparecer sobre el hielo. El abismo
debajo de ellos giraba y azotaba el cementerio de embarcaciones. De pronto, el
suelo parecía menos sólido, y aunque el hielo no se movió ni se deshizo, el
movimiento bajo sus pies le provocó arcadas. Se recargó en uno de los pilares y
vomitó. Cuando recuperó la compostura, se percató de que una especie de vapor
se había colado en la habitación. La temperatura bajó de pronto, y como si un
cuchillo fantasma lo hubiera atravesado, una nube pasó a través de él y se
materializó junto a lo que quedaba del capitán. Un pie, tan grande como
cualquier ser humano, se manifestó junto a los marineros, y lo comprendió: era
el gigante. Podía atravesar el hielo porque hacía cientos de décadas que no
existía, que su materia se había fusionado con el hielo que formaba las ruinas
de Uruk; el masivo ziggurat, sepultado desde la eternidad y castigado por los
dioses por darle la espalda al mundo, proseguía su vida después de la muerte; sus
habitantes, atrapados en un estado semejante a la muerte, estaban condenados a
vagar hasta que los polos mismos se derritieran.
El gigante sin cara, pero
con los huecos de donde se suponía estaban los ojos y la nariz expuestos al
hielo, se puso en cuclillas junto a los restos de Bakri, más una grotesca
fuente de oro que un ser humano, y abrió la boca. Una esfera de color verde
oscura surgió de las entrañas de oro del capitán y fue aspirada por la sombra
que se mecía sobre él, vasta e insondable. Los viejos cuentos de Granada decían
que hubo una época en la que los magos y los alquimistas azotaron el mundo; una
época más allá de todo tiempo y de todos los registros que quedaban en todas
las Academias de Muspel, y eso que estaba viendo era, según estos mismos
relatos, el alma de Bakri Musif. Alif intentó correr, pero el hielo se había
vuelto resbaladizo; tuvo que arrastrar los pies hasta salir del relicario.
Fuera, en los pasillos, encontró otra de las masas de nube, buscando a tientas
los muros y a los demás marineros. Kaamal también corría, solo y lleno de
sangre, con una llama entre las manos que le ayudaba a sentirse un poco más
seguro. Alif le lanzó un grito y los dos se reencontraron cerca de la entrada
este del comedor por el que habían llegado. Se recargaron en el muro; los dos
gigantes vagaban sin rumbo, con las cuencas de los ojos vacías desde épocas
inmemoriales, más allá de todo registro o razón que pudiera darles el mundo.
Detrás de ellos, un tercer espectro surgió a través del hielo, errático,
desorientado.
—
¿Tú también los ves? — preguntó Alif a Kaamal,
una vez que ambos se serenaron lo suficiente y Alif lo puso al tanto del
destino del capitán.
—
Sí. Me pasó algo parecido. Entramos a la
parte trasera de las escaleras. Estos miserables no tienen oro. — Kaamal disminuyó
la potencia de la llama que había conjurado. — Había cientos de libros, tan
grandes como cualquiera de nosotros, regados por todos lados. Fue la única
habitación donde encontramos desorden.
—
Los maldijeron.
—
Me importa un carajo. También nosotros lo
estaremos si no salimos de aquí. — Kaamal hizo una pausa para tragar saliva.
Los espectros se atravesaban los unos a los otros, y un gemido, apenas audible,
surgió del fondo del pasillo. — Algo debe llamarlos. Pensé que eran las
reliquias…
—
No, — dijo Alif, cayendo en cuenta de
pronto de qué era lo que pasaba. — Las
semillas. Les dije que no comiéramos esa mierda.
—
Sea como sea, algo rompió el hechizo.
Empecé a pelear con Tajim por un lingote de oro, me golpeó y de pronto vi que
todo estaba oscuro debajo de mí. Vi que todos se quedaban enajenados con la
ceniza, y luego los ojos, como me dijiste. Los mandé al carajo, y luego te
encontré.
—
La sangre…
Un cuarto gigante pasó
junto a ellos. En las manos llevaba los cadáveres de al menos seis marineros;
éstos se habían vuelto espectros como ellos mismos. La sombra hizo algunos
movimientos y los tres gigantes de antes se reunieron junto a él. Colocó los cuerpos
etéreos en el hielo y se inclinaron para devorarlos. Kaamal reaccionó y lo jaló
del brazo. Sólo podían moverse por los lugares que ya conocían. El hambre los
estaba matando. Por suerte para ellos, el hielo de esa sección estaba lo
suficientemente firme para permitirles correr, y corrieron. De regreso se
toparon con Shur, también golpeado. Había regresado al campamento, estaba
pálido y temblaba incontrolablemente. Kaamal le dio un golpe y Alif lo
cacheteó, y después de un par de segundos, la mirada del remero pareció
descubrirlos. Le gritaron que debían salir de ahí y él los siguió. Mientras
huían, les dijo que había tropezado en el otro cuarto con algo, y de pronto
todo se movía debajo de él. Subieron corriendo la escalinata. Se detuvieron a
descansar en el primer receso y voltearon a mirar a los gigantes. Ahora había
más, y todos se dirigían al comedor. Se movían lento, mucho más lento que
cualquier criatura que ellos conocieran, pero Alif se dio cuenta de que era
sólo una ilusión de la escala. Los gigantes rodearon la mesa. Algunos se
sentaron de inmediato; los otros pusieron sobre la mesa de cristal y roca los
restos de los marineros. Shur gimió. El hambre lo estaba matando, al igual que
a sus compañeros. Alif arrancó un par de hojas de su diario y se las ofreció.
—
Al menos te matan el hambre.
Kaamal volvió a ponerse a
la cabeza, y Alif se quedó hasta atrás. No quería dejar al remero solo.
Subieron un poco más lento esta vez. La cabeza de la colosal estatua que
coronaba la sala se iba acercando, y las formas traslúcidas de los gigantes
quedaban debajo. Alif pensaba en cómo le harían para escapar. El Acamar necesitaba al menos diez remeros,
un timonel, y un capitán o alguien que supiera leer las coordenadas del mapa. Kaamal
los detuvo extendiendo los brazos. Los corredores del último piso también se
habían llenado de sombras y fantasmas. Rodearon tanto como pudieron, y por fin
llegaron al pasillo por el que habían llegado. De ahí en adelante, todo sería
más sencillo. Llegarían a la monstruosa puerta principal y bajarían para poder
llegar a los sembradíos de las plantas de hielo y agua, luego al manantial, a
la cueva y luego, si Kósmon y sus Guardianes querían, estarían libres. Todo
salió a la perfección. Shur fue el primero en lanzarse por los toboganes de
hielo que formaban la escalinata, y que resultaron idóneos para el escape. Los
tres llegaron hasta las plantas de agua que los habían hechizado. Cerca de ahí
habían dejado, junto a toda la ropa que no necesitaban debido al calor de la
cueva, los restos de los camellos que llevaron en el Acamar. Shur encendió la fogata, Kaamal y él montaron el
campamento. Comieron una cantidad generosa de camello asado, bebieron largos
tragos de vino de Granada y se tendieron a descansar.
Alif abrió los ojos
cuando escuchó los susurros. La luz azulada que los rodeaba había recuperado su
color casi hogareño. Kaamal estaba acostado junto a él, tendido sobre una piel
de camello, pero Shur había desaparecido. Quizás
fue a orinar, pensó Alif, pero tal vez no. Se asomó fuera de la tienda. El
remero estaba acostado en el hielo claro, abrazado a una enorme semilla de
agua. De pronto sintió un tirón en el estómago. Kaamal lo jalaba y entre los
dos despertaban a Shur. Salían de la cueva en una mañana en la que el sol de
Úrim nacía en el oeste y coloreaba los cielos con un manto anaranjado, morado y
verde. Los tres llegaban al barco Skrymir,
una galera enana que los rescataba del hielo. El capitán les hablaba, pero Alif
no podía entenderlo. De pronto, la cara del enano se estiró hacia el suelo,
hacia abajo, como jalada por una fuerza invisible, tan poderosa que alargó
también el barco y a sus compañeros. Luego sintió dolor, pero fue rápido. Estaba
de pie en el palacio de La Alhambra, en Al-Andalús. De pronto estaba en cama,
rodeado de un montón de personas a las que conocía, y luego cerraba los ojos
por última vez.
Las fauces de sombras de
un gigante lo habían despojado de su cuerpo, que yacía inmóvil y carcomido
cerca de Shur. Debajo de él no había nada, y enfrente sólo oscuridad. Alif
intentó gritar, pero no tenía boca ya. El mundo se había vuelto mudo o quizás
él estaba sordo; los gigantes se habían alimentado y lanzaban una vez más su
hechizo sobre las ruinas de su ciudad. Luego, nada. La luz volvió a apagarse;
el último vestigio de su conciencia fue la certeza de que el polo norte se
volvería a quedar inmóvil tras su muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario