Prólogo: Hijos del Trueno
Saturno
29, 1857, Ashbury
En
la taberna Solomon Doone
— ¡Largo de aquí, Ahab! — El orco apuntaba
justo a la cabeza del marinero, esperando que el disparo no llenara de sangre la
mesa donde el aludido se encontraba sentado, bebiendo una cerveza. — ¡Y llévate
tu dinero! — El tal Ahab dio un trago más, el orco amartilló el revólver, el
hombre se levantó tranquilamente, se colocó su sombrero de copa, guantes, gafas
de protección, tomó su bastón y salió. Pasaron unos segundos tensos, en los que
Mugol Gal’loth siguió apuntando hacia la entrada de la taberna, inhaló
profundamente, descargó la pistola y suspiró de alivio. Sabía que Ahab no se
iría así nada más, pero el peligro inmediato había pasado. Daban apenas las
diez de la noche, pero las nubes que se arremolinaban sobre la ciudad
espantaban incluso a sus clientes más asiduos, y sólo el grupo de imbéciles que
llegó con el marinero se atrevió a desafiar a la tormenta; al menos, hasta que
comenzó a caer la lluvia más ligera a las nueve de la noche. Casi todos se
fueron, menos Ahab, un par de enanos que iban con él, y un troll. Miserable sabandija, pensó. Desde la
primera vez que lo vio, Ahab le había dado mala espina. Era de esos lobos de
mar, casi todos medios orcos, que iban de puerto en puerto y de taberna en
taberna, haciéndose de una dama deplorable y bebiendo toneles de cerveza a su
paso. Aunque no le incomodaba las primeras veces que lo vio, eso cambió cuando
se dio cuenta de que estaba intentando seducir a su hija, y estaba claro que no
era uno más de los comensales y borrachos que se juntaban en la Solomon Doone. Pese a sus advertencias,
su hija lo ignoró y terminó teniendo dos hijos suyos, Edmund primero y luego
Edward. Lo que ella no sabía es que éste sería lo último que verían sus ojos.
La taberna era un viejo
vagón de tren que él y su esposa Na’gar, habían adaptado como bar en 1820 y
que, con el paso de los ciclos, se fue llenando de piezas de un mundo que iba
cambiando, se expandió con varios vagones más y con engranes que permitían
mover mesas y reacomodar toda la estancia de manera rápida y eficiente. El
ancla que colgaron del techo y luego cablearon para que pudiera sostener las
bombillas que iluminaban la noche se las había regalado uno de tantos marineros,
y más de un timón enmohecido se usaba como mesa en la Solomon, cuyo nombre, por cierto, fue el del capitán que se decía
brujo que les regaló el primer vagón. La entrada era un amplio portón que
sustituyó pronto a las puertas de madera de vaivén que poseía anteriormente, y
una cerradura de metal trababa las puertas no sólo de arriba hacia abajo, sino
también de un lado hacia otro, y cada una de las dos láminas que formaban la
puerta tenía una puertecita para ver quién andaba afuera. Justo después estaban
las mesas, una colección de quince timones barnizados y ajustados con vidrio y
madera para formar mesas. Los asientos fueron llegando poco a poco, piezas de
trenes inservibles o barriles que ya no servían para los barcos; en total, podrían
tener hasta sesenta personas a pie dentro de la taberna, y en las mejores
noches, Mug recordaba haber contado cerca del centenar. Carraspeó, escupió la
flema en el tarro de cerveza de Ahab, y cerró la puerta. Avanzó hasta la barra;
detrás de ésta había una cocina donde preparaban platillos de wargo, ballena,
tiburón y delfín, y a veces, cuando los trolls se portaban generosos, también
tenían filetes de mamut entre sus haberes. Del lado izquierdo había una
escalinata de madera de Kemet, los árboles negros del bosque de los elfos, y
ésta llevaba a un cuarto que se había transformado en su hogar desde hacía casi
treinta ciclos. Al principio, su esposa y él querían mantener el negocio y la
familia aparte, pero al final les resultó más práctico quedarse a vivir ahí y
adoptar a Alexei para que los ayudara.
— Ya
se fue el bastardo — dijo sin mucha ceremonia y se sentó en la mesa del centro
del salón. Detrás de las cortinas apareció su esposa, seguida del muchacho
humano que les ayudaba a hacer el quehacer.
— ¿Qué
quería? — preguntó Na’gar, en un tono que Mug sabía era más bien reclamo.
— A
su hijo.
— ¿Sólo
a uno?
— Ni
siquiera sabe de Edward.
— Dile
que se los lleve a los dos.
— No
seas idiota. Esos niños se quedan aquí. — Supo que su tono no le había agradado
nada a su mujer sólo con ver cómo se entreabría su boca, y asumió que debía
explicarse. — No serán orcos puros, pero a ella…
— Lo
sé. — dijo Na’gar. Hubo un instante de silencio, en el que ella jaló un banco
de metal y se sentó al lado de su esposo.
— Lo
siento, Gar. Es sólo que la taberna y el mar y los barcos… y ahora son dos
niños. Todo sería más fácil si su madre estuviera aquí.
— Llorarla
no nos sirve de nada, Mug. Yo también la quería, pero si Edward se la llevó
para poder llegar, nosotros no podemos hacer nada al respecto.
— Mira
— dijo Mugol — ¿Por qué no te quedas tú a atender la taberna? Habrá tormenta
pronto y no creo que nadie venga, pero nunca falta. Yo iré con el bebé.
— Se
acaba de dormir.
— Llámame
si necesitas algo, ¿de acuerdo? Dejé el arma en la barra. No creo que la
necesites, pero ahí está. ¡Alexei! — añadió — Esta noche llueve, quédate a
dormir con nosotros, mañana te vas al Jabalí. Te encargo que limpies el cuarto
de ella. — El mozalbete salió corriendo de la cocina y subió a las habitaciones
mucho antes que él.
Dejó atrás el comedor,
pasó la barra y comenzó a subir. La tarde había sido agitada, pero no más de lo
normal y, aun así, Mugol se sentía cansado. Todo
es por ese imbécil de Ahab, pensó. Pero
también es mi culpa. No supe defenderla. Perdí a mi hija, y aunque ahora tengo
dos nietos, nada me la va a devolver. Fui un mal padre. Abrió la puerta de
la recámara donde estaban los niños, y que antes perteneciera a Mag’kar, su
hija. Pasó la mano sobre las cunas de madera de roble, donde ambos bebés
dormían en calma. Edmund había nacido apenas hacía ciclo y medio, en el 55, y
Edward acababa de nacer la noche anterior. El tenue resplandor de la lámpara
eléctrica y el zumbido de los cables parecían haberlos arrullado. Un nacimiento y una muerte. Sentía algo
de odio, pero no realmente; no fue el bebé, sino el papá, el responsable de la
muerte de Mag. El único que merecía morir
era el maldito Ahab. Los Guardianes deben tener grandes planes para él; nadie
más sobrevivió al Essex. Sobre la mesita, que usó su hija por última vez
hacía apenas unas horas, estaban todas las cartas que había recibido de Ahab, y
que ella misma le pidió que quemara. Sería
más fácil si tuviéramos una chimenea, y no necesitaríamos tantas malditas
cobijas. Salió del cuarto con las cartas en la mano, se asomó a la recámara
de Alexei y vio que dormía, llegó a la estancia donde compartía la cama con su
esposa desde hacía ya más de dos décadas, abrió la ventana y las arrojó. La
brisa ligera de esa noche estaba cargada con gotas minúsculas, un anuncio de
las tormentas invernales que vendrían tarde o temprano. Después de todo era
Saturno, y la Estación del Viento no tardaría mucho en acabar. Pronto vendrá la Estación del Agua, las
posadas se llenarán de viajeros y los barcos estarán estancados en los puertos.
Es bueno para nosotros como negocio, pero uno se harta de las mismas caras
siempre. Llegamos aquí porque decían que Ashbury era un pueblo cálido en medio
del Mare Nostrum, pero resultó ser una isla gris con poca gente, más chica
incluso que Nantucket y menos experimentada en el mar. Una luz apareció en
la distancia, cerca de las torres de dirigibles que se habían levantado por
todo Hiva. Un viajero que acaba de llegar.
Lo único que le agradaba de Ashbury era que nada pasaba sin que otros se
enteraran, aunque desde que se establecieron los aeróstatos como naves de
transporte y de comercio, eso había cambiado. Todo era más mecánico, más
aceitoso pensaba él, y estaba tan perdido en sus pensamientos que apenas
escuchó los golpes. El bebé lloró y él volvió a la realidad justo a tiempo para
escuchar la poderosa voz de un borracho, un grito, un par de balazos. Bajó los
escalones de tres en tres. Na’gar yacía en el suelo con una flor de sangre
brotándole en el pecho, la cerradura de la taberna reventada y la pesada puerta
abierta de par en par. La había abierto un troll. El desgraciado trajo un troll.
— Le
di, Mug. — dijo la orca cuando vio acercarse a su marido. — No lo maté, pero
cojeará el resto de su vida. — Un relámpago iluminó la sala, y Mug podría haber
jurado que la vio sonreír.
— ¡Espera!
¡Espera! ¡No te puedes ir así! — Mug corría de una mesa a otra, buscando algo
con lo que contener la hemorragia. Empapó un trapo con ron y lo puso en el
pecho de su esposa. — No tú. No ahora. — Las lágrimas empezaron a correr por su
mejilla. — No te vayas. — dijo una vez más, mientras la sangre manchaba el
pedazo de tela que intentaba contener la vida de su mujer.
— Cuídalos,
Mug. Serás un buen abuelo.
— ¡Espera,
iré por los gnomos! ¡Ellos te pueden curar!
— No.
No vas a llegar, y no puedes dejarlos solos. — Inhaló, pero era evidente que la
herida la estaba desgarrando por dentro. — Mejor quédate aquí.
— ¿Y
nuestro viaje a Londres? ¿Y la visita a Enyai-Narok?
— Siempre
iré contigo, Mug. — Hizo una pausa. Afuera tronaban ya los primeros relámpagos
y los bebés lloraban cada vez más fuerte. — Ve, te necesitan.
— No
te vayas. — Mug presionó más fuerte aún el pecho de Na’gar. — No te vayas, no
te vayas, no te vayas.
La tormenta de afuera
repitió la súplica de Mugol Gal’loth en cada una de sus gotas, despertó a
Alexei y cuidó a los bebés; el ruego del viejo orco se elevó una y otra vez al
cielo coloreado por las luces de los dirigibles que llegaron de emergencia a
Ashbury, hasta que ésta perdió sentido. No supo a qué hora se quedó dormido, pero
cuando despertó, hacía mucho que su esposa había muerto.
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