Sobre el horizonte
Hacía mucho que ansiaba volver a te ver; será que olvidarte no puedo. Extraño tu manera de andar, la espera y el silencio que te precedían. ¿Qué por qué no te dejo ir?
Lo mismo me pregunto.
Será que verte feliz te hace más hermosa. Será que aqueste amor — pues ahora sé que lo es — no murió y lleva años desgarrándome la cordura. A través de sus grietas escurre de, de mi armazón, la cálida sangre. Lágrimas caen y se evaporan en mi pecho ardiente, quedando, sobre mi corazón, sólo sales.
Me has despellejado. Me dejaste sólo la carne viva. Me arrojaste a las estrellas con alas de fuego y sus cenizas se amontonan ahora entre tus senos. Por mis brazos descarnados escurre tu nombre; por mis piernas, despellejadas, escala la gangrena. Deja que se boten de amargura mis ojos y que en sus cuencas la peste anide; me asemejaré, entonces, a Xipe-Totec.
Deja que me traguen los mares, que me ahogue con mi barco, pues cada capitán se hunde con su miseria; que mi cadáver sea arrastrado; que las gaviotas se traguen mis entrañas cual a marino Prometeo; que, en mí, cuna encuentren los peces; que sepulcro de la soledad mi osamenta sea. Deja que mi cadáver encalle en la arena y que de mi carcasa podrida nazca la tormenta, pues que ésta crece cuando arrecia mi locura. Incinera mis dedos, pues sus cenizas son las que habrán de guiar a los muertos; serán de hollín llenas las uñas: un negro Naglfar que surque tus memorias.
Si te pluguiere, seré entonces viento, mar, vórtice, Maelström. Seré las nubes que cubran la huída de algún errante holandés para venir a llover sobre tu rostro. Y tu piel se quemará, pues que ácido, que no fuego, será mi llanto.
Lo mismo me pregunto.
Será que verte feliz te hace más hermosa. Será que aqueste amor — pues ahora sé que lo es — no murió y lleva años desgarrándome la cordura. A través de sus grietas escurre de, de mi armazón, la cálida sangre. Lágrimas caen y se evaporan en mi pecho ardiente, quedando, sobre mi corazón, sólo sales.
Me has despellejado. Me dejaste sólo la carne viva. Me arrojaste a las estrellas con alas de fuego y sus cenizas se amontonan ahora entre tus senos. Por mis brazos descarnados escurre tu nombre; por mis piernas, despellejadas, escala la gangrena. Deja que se boten de amargura mis ojos y que en sus cuencas la peste anide; me asemejaré, entonces, a Xipe-Totec.
Deja que me traguen los mares, que me ahogue con mi barco, pues cada capitán se hunde con su miseria; que mi cadáver sea arrastrado; que las gaviotas se traguen mis entrañas cual a marino Prometeo; que, en mí, cuna encuentren los peces; que sepulcro de la soledad mi osamenta sea. Deja que mi cadáver encalle en la arena y que de mi carcasa podrida nazca la tormenta, pues que ésta crece cuando arrecia mi locura. Incinera mis dedos, pues sus cenizas son las que habrán de guiar a los muertos; serán de hollín llenas las uñas: un negro Naglfar que surque tus memorias.
Si te pluguiere, seré entonces viento, mar, vórtice, Maelström. Seré las nubes que cubran la huída de algún errante holandés para venir a llover sobre tu rostro. Y tu piel se quemará, pues que ácido, que no fuego, será mi llanto.
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