De esas cenizas, fénix nuevo espera;

Mas con tus labios quedn vergonzosos
(que no compiten flores a rubíes)
y pálidos, después, de temerosos.

Y cuando con relámpagos te ríes,
de púrpura, cobardes, si ambiciosos,
marchitan sus blasones carmesíes.


Francisco de Quevedo


domingo, 8 de junio de 2014

Necesito ayuda con el título de este



Aquí pongo otro de mis cuentos. Este se llamaba originalmente "Reflejos", luego "invierno" y luego "lluva de estrellas." Ninguno de los títulos me gusta.


Pasaríamos juntos el Leteo, ¿lo recuerdas? Juntos, como cuando buscábamos una estrella, la nuestra, al ponerse el sol. —El anciano se sostuvo del respaldo para tomar asiento. Sus ojos negros, llovidos por la edad, se alzaron a la altura de otros ojos. — Me haces tanta falta. ¿Te acuerdas de ese día, cuando me declaré? Caminábamos en este parque, que ha dejado de ser nuestro. Mirábamos a  las palomas, a quien pasara riendo. Había otros que pasaban pensando en sus cosas, casi corriendo, a nuestro lado. Te veías tan hermosa. Tal vez era el sol, pero siempre pensé que habías sido tú quien pintó el cielo de naranja. Un niño jugaba con un globo detrás de nosotros. Nunca supe si fue antes de caer al pasto, si fue en el abrazo, en la mirada o después del beso, pero mi corazón estalló con el globo.

Ahora todo es extraño. Quisieron adornarlo con luces. Luces, cariño, donde estaba más claro el cielo, debajo del tendón de estrellas. Luces hechas de lagañas y tierra, como si fueran nidos donde se amontona la neblina. Debajo de esa soledad de hombre he encontrado algunos amigos. No sé si sean sinceros, pero me ayudan a estar sin ti. Me da miedo la noche. No la oscuridad, que tanto nos alegrara el silencio, sino las sombras. Hay algo en ellas que me trae corriendo el invierno. Soy un hombre viejo, es cierto, pero aún recuerdo tanto. Alguna vez te tallé un trenecito. En él iríamos juntos al cielo. — Un suspiro, temblor de manos. Una lágrima. —  Amé y fui amado. De eso se trataba la vida, ¿No?

            Con un movimiento cedió su abrigo, que fue a posarse sobre el descanso de los brazos. A lo lejos, un riachuelo, de pronto un espejo y de pronto ella, se deslizaba reflejando la luna. El viejo, apoyándose, se puso en pie para acercarse al agua.

            Lo encontraron por la mañana con una chispa de alegría congelada en los ojos. La bata azul se quedó en silencio, cobijando la silla de ruedas.

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