De esas cenizas, fénix nuevo espera;

Mas con tus labios quedn vergonzosos
(que no compiten flores a rubíes)
y pálidos, después, de temerosos.

Y cuando con relámpagos te ríes,
de púrpura, cobardes, si ambiciosos,
marchitan sus blasones carmesíes.


Francisco de Quevedo


viernes, 14 de marzo de 2014

El poeta de Baalbeck



Gibrán Jalil Gibrán

      

En la ciudad de Baalbeck, Año 112 a.C.



El Emir estaba sentado en su trono de oro, rodeado de lámparas brillantes y turíferos ricamente trabajados. El incienso perfumaba todo el palacio. A la derecha del Emir se sentaban los altos dignatarios civiles, a la izquierda, los sacer­dotes, y, de pie, inmóviles, estaban los guardias y los esclavos, semejando estatuas de bronce.

Después que los cantores entonaron sus himnos, un ancia­no Visir se prosternó frente al soberano y, con voz trémula a causa de la edad dijo:

-Oh, grande y generoso Príncipe, ayer llegó a nuestra ciudad un sabio proveniente de la india. Predica doctrinas extrañas de las que jamás oímos hablar, como la de la trans­migración de las amas. Dice, él, que las almas encarnan, generación tras generación, en cuerpos diferentes hasta alcanzar la perfección y elevarse hasta el nivel de los dioses. Y pide ser presentado ante ti, para exponer sus ideas.

El Emir meneó la cabeza y sonriendo dijo:

-De la india nos llegan muchas cosas extrañas y maravi­llosas. Invita a ese sabio para que podamos oír sus palabras de sabiduría.

Apenas pronunciadas estas palabras, un hombre de cierta edad, moreno, imponente, de grandes ojos y facciones serenas, entró en el recinto con paso digno y se detuvo frente al Emir.

Después de inclinarse y pedir permiso para hablar, levantó la cabeza y comenzó a exponer su doctrina. Sostuvo que las almas pasan de un cuerpo a otro evolucionando por la expe­riencia obtenida en cada existencia, impulsadas por la búsque­da de un esplendor que las estimula y las hace crecer en amor.

Luego, se demoró explicando la forma en que las almas encarnan en uno y otro cuerpo y cómo expían en cada vida, los errores y crímenes cometidos en la anterior, como si cose­charan en un país lo que sembraron en otro.

Observando que la conferencia se prolongaba más de lo esperado y que el rostro del Emir mostraba señales de cansan­cio, el viejo Visir sugirió al sabio hindú que dejase su exposi­ción para continuarla en otra oportunidad.

Entonces, el visitante abandonó su discurso y tomó asien­to entre los dignatarios civiles, cerrando ligeramente los ojos, como cansado de contemplar los abismos de la vida.

Después de un profundo silencio, semejante al éxtasis de un profeta, el Emir, miró a derecha e izquierda como buscan­do a alguien, y luego preguntó:

-¿Dónde se encuentra nuestro poeta? Hace muchos días que no lo vemos. ¿Qué le ha ocurrido que no concurre a nuestras reuniones?

-Yo lo vi hace una semana sentado en el pórtico del templo de Ishtar -respondió un sacerdote-, mirando con ojos tristes hacia el infinito, más allá del crepúsculo, como si contemplase uno de sus poemas flotando sobre las nubes.

Y un gran dignatario agregó:

-Y yo lo vi ayer parado a la sombra de los álamos y los cipreses. Lo saludé, mas no me prestó atención y permaneció como sumergido en el mar profundo de sus pensamientos y meditaciones.

Y el Gran Eunuco completó:

-Y yo lo vi, hoy, en el jardín del palacio, con el rostro pálido y abatido, suspirando profundamente y con los ojos llenos de lágrimas.

-Buscad inmediatamente a quien tanto nos preocupa con su ausencia -ordenó entonces el Emir.

Obedeciendo la orden, guardias y esclavos, salieron del recinto en busca del poeta. Mientras tanto, el Emir y sus dig­natarios, que permanecían reunidos aguardando su retorno, parecían sentir, en sus espíritus, la presencia invisible del poeta.

Poco después regresó el Gran Eunuco quien cayó total­mente extendido a los pies del Emir cual pájaro herido por la flecha de un cazador. El Emir, al verlo, exclamó:

-¿Qué ha ocurrido? ¿Qué tienes que decir?

El Gran Eunuco levantó entonces, la cabeza y, con voz triste y temblorosa dijo:

-Hemos encontrado al poeta, muerto, en el jardín del palacio.

Oyendo esto, el Emir se levantó apesadumbrado y avan­zó, apresurado, en dirección al jardín. Todos los dignatarios lo seguían.

Al final del parque, bajo los almendros, la luz amarillenta de las antorchas mostraba a los ojos de los presentes, un cuerpo inanimado, extendido sobre la gramilla como una rosa marchita.

-Mirad como está, abrazado a su lira -dijo un cortesa­no-. ¡Parecen dos amantes que juraron morir juntos!

-Aún tiene los ojos abiertos -agregó otro- como los tuvo en vida, clavados en el corazón del espacio, contemplan­do los invisibles movimientos de un dios desconocido en medio de los lejanos planetas.

Finalmente, el Sumo Sacerdote se dirigió al Emir:

-Lo sepultaremos mañana con las honras de un gran poeta, a la sombra del templo de Ishtar. Convocaremos a todo el pueblo para la procesión fúnebre; los jóvenes cantarán sus poemas y las vírgenes derramarán flores sobre su tumba.

Él Emir, sin quitar los ojos del rostro del poeta, ya pálido por el frío de la muerte, moviendo la cabeza con pesar dijo:

-Nosotros, menospreciamos esta alma pura mientras vivía e inundaba el universo con los frutos de su inspiración y esparcía en el aire la fragancia magnífica de su espíritu. Si no le rendimos homenaje ahora, seremos escarnecidos y ridiculizados por los dioses y por las ninfas de valles y pra­deras.

"Lo enterraremos en este mismo sitio donde exhaló su último suspiro, con la lira amada entre sus brazos. Y, si alguno entre vosotros quiere rendirle homenaje, que al regresar a su casa, cuente a sus hijos, que el Emir fue la causa de la muerte del poeta, pues no le prestó debida asis­tencia, dejándolo morir solo y abandonado.-Después, miran­do alrededor de sí, preguntó:-¿Dónde está el sabio llegado de la India?

Y el sabio se adelantó, diciendo:

-¡Heme aquí, oh, Gran Príncipe!

-Dime, oh, sabio -preguntó el Emir-, ¿acaso los dioses me harán volver a este mundo como Príncipe y traerán también al poeta muerto, como poeta? ¿Mi espíritu, reencarnará en el cuerpo del hijo de un gran rey y, el alma del poeta será conducida hacia el cuerpo de otro genio? ¿La ley sagra­da, lo retornará para que, frente a la eternidad, componga nuevamente sus versos honrando a la vida? ¿Retornará, él, para que yo pueda cubrirlo de honores y rendirle los tributos que él merece y alegrar su corazón y su vida?

Y el sabio respondió:

-Todo lo que las almas anhelan, las almas lo alcanzarán, pues la ley que nos devuelve el esplendor de la primavera después del invierno, también te devolverá Príncipe glorioso y lo devolverá gran poeta.

Se animó, entonces, el rostro del Emir y su alma se vivifi­có. Y se encaminó hacia el palacio, recordando y meditando las palabras del sabio hindú: "Todo lo que las almas anhelan, las almas lo alcanzarán."



En la ciudad de El Caíro, Año 1912 d.C.



Se alzó la luna llena derramando sus reflejos de plata sobre la ciudad. El Príncipe contemplaba, desde el balcón de su palacio, el límpido cielo. Meditaba acerca de los siglos que habían pasado sobre aquellas márgenes del Nilo, interpre­taba los hechos de reyes y conquistadores o imaginaba la procesión de pueblos desde las pirámides hasta el palacio de Abedine.

Como el círculo de sus pensamientos se había ampliado tanto ue ya tocaba el círculo de sus propios sueños, miró hacia el compañero que tenía a su lado y le dijo:

-Mi alma tiene sed, recítame un poema.

Y el compañero comenzó a declamar los versos de un poema pre-islámico. Pero, antes que avanzara mucho en el recitado, el Príncipe lo interrumpió:

-Declama algo más reciente, más moderno...

Su compañero comenzó, entonces, a declamar los versos de un poeta Hadramout. Pero, nuevamente lo interrumpió el Príncipe:          

-Deseo algo más reciente, mucho más reciente.

El recitante levantó la cabeza y puso su mano en ella, como tratando de ayudarse a recordar poemas de autores contemporáneos. Repentinamente, su rostro se iluminó, y sus ojos se tornaron más vivos y se puso a entonar unos versos románticos, con un ritmo doliente lleno de encanto. El Príncipe, como si manos invisibles lo hubieran elevado hacia el cielo preguntó:

-¿De quién son esos versos?

-Del poeta de Baalbeck -dijo el poeta.

-Del poeta de Baalbeck -repitió el Príncipe; y el nombre vibró en sus oídos y llegó a su alma, despertando en ella a los fantasmas de antiguos recuerdos, dibujando frente a los ojos de su corazón, en la niebla del tiempo, el cuadro de un joven muerto, abrazado a su lira y rodeado de altos dignatarios de una corte.

Y como los sueños que son disipados por la luz del despertar, así huyó de los ojos del Príncipe la visión que contemplaba. Se puso de pie junto con el recitador y, mientras caminaban, repetía para sí las palabras de Mahoma: "Estabas muerto y El te resucitó. Y El te retornará a la muerte nueva­mente y nuevamente a la vida. Sólo entonces retornarás a El." Se volvió hacia su compañero y le dijo:

-Tenemos suerte de tener al poeta de Baalbeck en nuestro país. Y es nuestro mayor deber darle nuestro home­naje y prestarle nuestra ayuda.

Y luego de unos instantes, presididos por el respeto y el silencio, el Príncipe agregó:

-El poeta es un ave de extraño comportamiento. Des­tiende desde su cielo para cantar entre nosotros y, si no lo honramos, él extenderá sus alas y alzará vuelo hacia su patria.

Y, cuando terminó la noche y el firmamento se quitó su vestido adornado con estrellas para ponerse otro, tejido con los rayos de luz de la aurora, el alma del Príncipe flotaba embelesada por los misterios de la vida.

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