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Este capítulo trata de los hechos y mitología básica que nutre el mundo de Úrim y todo lo que pasa en Necromancia: La Primera Era. Espero que lo disfruten!
Espero terminar la traducción antes del 31 de julio de este mismo año :)
2. Ginnungagap, la Creación, la Protohistoria y la Regénesis
Lo que se sabe tras recorrer la mitología de
todas las razas es que todas concuerdan en que, más allá de las estrellas que
podemos ver en la noche y de los planetas que se han descubierto detrás de la
Luna, de Nibiru y Antichthón, el planeta espejo del
nuestro que existe detrás del Sol, hay un espacio infinito de nada.
Todo cuanto existe ahora en Úrim,
dicen los viejos mitos, procede de Ginnungagap y en algún momento todo
regresará a él. En la lengua de los Hijos de Ivaldir, Ginnungagap quiere decir el
Gran Vacío o El Abismo que Bosteza. Otros nombres que se le dieron fueron el
Abismo Primigenio, el Gran Bostezo y, finalmente, para algunos, Ginnungagap es
también el Gran Devorador. Muchas leyendas más afirman que el Agujero Negro ha
devorado ya cientos de planetas y galaxias a su paso. A fin de cuentas, se
cree, Ginnungagap es el principio y el fin de todos los universos.
Sea como fuere, los mitos
concuerdan en que dentro de Ginnungagap se manifestó, primero, una palabra,
seguida de una voluntad todopoderosa. Kósmon, el Dios, el Único y Gran Padre se
había engendrado a sí mismo dentro de la Nada y su existencia, nacida de los
restos de tantos otros planetas y estrellas, puso un freno al Abismo. Kósmon se
percató de que sus palabras creaban y que cada una era diferente a la anterior.
Kósmon, la chispa divina, el gran Artífice fue el primer ente con voluntad en
el universo y la voluntad comenzó a llenar el vacío de planetas, lunas y
estrellas y les dio movimiento. Le dio a la física sus leyes y a la magia sus
poderes, ligándola a Ginnungagap y extrayendo de éste mucho del poder que había
devorado durante toda su existencia.
Después, con un segundo y mayor esfuerzo, creó
la tierra, a la que le dio el nombre de Úrim y separó el cielo, el mar y la
tierra; el día, la noche y los cuatro elementos. En ésta, y en las aguas que
cubrían todo salvo un continente, aseguraban los mitos, crecieron sus criaturas.
Kósmon, por fin, en un desborde de amor, hizo y separó a las razas del mundo, a
imagen y semejanza de los materiales que encontró a su paso: a unas, como los
orcos y los enanos, los alzó desde criaturas que vivían en el lodo; a los
gigantes, los sacó del fondo del mar y les dio un cuerpo. A los hombres los
engendró del fuego y a los elfos del viento. A estas creaciones primitivas les
infundió entonces un alma, un espíritu, un agente que anima la materia y que
podía o no regresar al Ginnungagap, de donde las extrajo originalmente el Dios.
Sin embargo, Kósmon se percató de que cada vez necesitaba hacer un mayor
esfuerzo para poner en movimiento los hechos y las cosas. Mientras más
lenguajes creaba, más difícil le era recordarlos todos. Su energía se iba
apagando con el paso del tiempo. Y aunque hubiera podido detenerlo, esto habría
implicado congelar para siempre a sus criaturas. El Artífice sabía que llegaría
un día en que debería dormir para siempre. Pero estaba contento con sus razas y
el resto del orden que había dado al Universo — al Cosmos.
Los gigantes, divididos en
masculinos y femeninos, representaban, por su altura, los pensamientos más
elevados de la creación. Los Enanos, al estar más cerca de la tierra, semejaban
el ciclo de las plantas: las semillas, en el seno de la tierra, germinaban.
Eran la espera, la paciencia que se tradujo en los míticos salones de Bael-Ungor,
bañados en oro y con reflejos de diamante; cuya fragua y máquinas ensombrecían
cualquiera, según la leyenda, lograda aún en nuestra era. Los Orcos y los Humanos representaban la
energía vital de las cosas, el principio de movimiento, si se quiere, y es una
de las pocas constantes perpetuas que existen en el mundo: no por nada son
ambas las razas más bélicas, ambiciosas y destructivas. Los Elfos eran el punto
central de la creación, con un entendimiento de todo lo anterior pero con
cierta reserva ante ello. Kósmon miró la esencia de cada pueblo, satisfecho, y
creó imágenes a semejanza de cada civilización y los llamó Guardianes: Odín para los Enanos, Nut para
los Elfos, Quetzalcóatl para los Hombres, Yog-Sothoth para los Orcos e Ishtar
para los Gigantes. Los Guardianes, adorados por su gente, guiaron a sus pueblos
a una era de felicidad y gloria y al igual que Kósmon, se iban sintiendo cada
vez más cansados. A esta era mítica, en la que llovía oro y la luna se movía
libremente y los Guardianes y Kósmon y las razas platicaban entre ellos como
unos niños hablan con sus padres se le conoce como la Protohistoria.
Pero la felicidad primigenia no
habría de durar.
Hombres y Elfos; Orcos, Enanos y
Gigantes se conocieron dentro del Jardín de Kósmon y hubo guerra entre ellos.
Cada uno le gritaba al otro que el suyo era el mejor dios, y los guardianes,
confundidos entre la sangre y los gritos, se hincharon de vanidad. Hermanos
lucharon contra hermanos y se volvieron la maldición el uno del otro. Los
Guardianes creían que cada uno era en verdad el Artífice y desconocieron a
Kósmon—tan tremendo era su poder. Las madres devoraron a sus hijos y los padres
procrearon con sus hijas. No hubo distinción entre vivos y muertos, que eran
despojados de carne y bienes. Y un invierno de tres ciclos sobrevino, y se le
llamó Fimbul, y cubrió los corazones de todas las razas inmortales de Úrim. Muchas
criaturas primitivas perecieron entonces, y el mundo quedó purgado de todo
vestigio de compasión o amor. Kósmon, cansado, miraba todo y lloraba. Luego sobrevino
la Protoguerra.
Radsvinn Ivaldsson, poeta enano aficionado
a la Protohistoria, escribiría en una tablilla —llamada unánimemente como Tablilla
de lo Pasado— que le regalara a su hijo, Einar Radsvinnsson, que:
La tierra de Eisgrind, antes
llamada Grinland, tenía tantos árboles y animales como el Bosque de Glitnir y
las montañas reverdecían cada fin de ciclo. Desde Bael-Ungor hasta […] la vista
al sur, un bosque interminable de robles y álamos cubría las ahora nevadas
planicies de Eisgrind y las aves trinaban […] junto con las bestias de la
tierra. Nuestros padres conocieron criaturas […]. De noche, una larga fila de
antorchas se encendía y guiaba de una entrada [a otra de Bael-Ungor a los]
caminantes, y hombres y orcos venían por igual a las tabernas. Los cristales de
las cuevas no se cansaban de recibir cada día a un nuevo viajero, ni las rocas
encontraban cómo [poner fin] a la alegría de encontrar al amigo que tenían
tanto sin ver. Al centro de la
[Fortaleza de Bael-Ungor, sumida en] lo profundo de las montañas, existía una
estatua […] metros de alto, en una bóveda […] guardaba la imagen de nuestro
Padre Odín. Te hablo, Einar Radsvinsson, mi hijo, de una Era de paz como jamás
volverá a existir sobre Úrim; de la ciudad que perdimos, de las primeras criaturas,
y de los bosques que murieron sepultados por nuestras […].
No sabría
decirte, y menos siento en mis manos el poder de juzgar, quién […]. Lo cierto
es que los ejércitos de Bael-Ungor no tardaron en empezar las excavaciones que
habrían de sumir el bosque entero, la fosa que extinguió la vida de Grinland.
No tardaríamos en levantar los montes que formaron la Puerta de Hielo que le
dio el nombre maldito, Eisgrind, a nuestra tierra. Cuando avanzaron los Orcos
desde las costas del oeste, fue como si los lobos hubieran devorado el sol y la
luna y los Hombres y los Gigantes perdieron su camino en el Fimbul. Sólo las estrellas
salvaron a los Elfos y al resto de las razas del mundo de helarse por completo.
A nosotros nos protegió la
Montaña entre sus costillas de roca. Mi padre, Ivaldir, forjó
un poderoso cuerno al que llamó Gjallarhorn para […] la guerra. Los Hombres […]
en las plumas de Quetzalcóatl. No supimos qué […] los Hombres lanzaban bolas de
fuego desde sus entrañas. El poder […] incendiarse por días enteros.
Los Gigantes desviaron un mar
completo y el bosque de Grinland comenzó a secarse. También […] el enorme
desierto del Sur. Pero no fueron ellos los que destruyeron […] Grinland. 15,000 enanos cavaron día y noche.
Cavaron hasta que les sangraron las manos, y […]. 2,000 kilómetros al sur
cavaron y tres al este y al oeste; cavaron hasta que Nut, [enfurecida, volvió
impenetrable] la roca, y ya no pudieron pasar. Sin embargo […]. Todo era una gigantesca
red de túneles que tenían, por techo, las raíces de los árboles. Y se forjaron
mil veces [7,000 cadenas], […]
árbol se le ató una. Y creamos una gran máquina —tan grande como las entrañas
mismas de Bael-Ungor— para jalarlas a todas de una vez. Los hombres del Este
atacaron primero y fueron frenados por los bjørn[1]. Una
a una, las olas se estrellaron con nuestros peñascos […]. Con el primer enemigo
que pisó la base del monte Bael-Ungor, que ahora alberga a la cuidad del mismo
nombre, sonó el Gjallarhorn. Accionamos la máquina y les arrojamos la montaña.
Y la máquina devoró las cadenas […] los cimientos del bosque, arrastrando los
cuerpos de los atacantes. Siete millones de vidas terminaron ahí. Habíamos
defendido nuestro hogar, aunque perdiéramos, para la eternidad, [el calor del
bosque.] Porque Odín no permitió que volvieran a crecer los árboles, para que
entendiéramos lo terrible de nuestros actos. El [bosque] primigenio que cubría
toda Úrim quedó dividido en el desierto del Sharran, Glitnir y Eisgrind, la
puerta de hielo. Y desde entonces hasta ahora, 1,000 ciclos después del llamado
[de Gjallarhorn], hemos vivido el invierno de Eisgrind.
La tablilla recuperada cita fuentes
que ya no existen sobre la faz de Úrim ni en ninguno de sus continentes. Kósmon
lloró a sus hijos, y nombró a ésta la Guerra Primordial —llamada después por
los historiadores como la Protoguerra—, el tiempo de Hachas y Lobos. Lavó las
manos y los pies de sus hijos, pero les dejó intacta la memoria, para que
recordaran con doloroso detalle lo que habían perdido y el mal que habían hecho
al mundo. También hizo que la muerte —similar al cansancio que él sentía pero
de mayor grado— descendiera sobre las razas alguna vez inmortales; a los elfos,
favoritos por sobre los demás, y ubicados en un jardín colmado de bendiciones,
les dio otro tipo de muerte: el olvido sistemático de sus vidas. Reprimió a los
Guardianes y durante veintiún días los incineró. Al decimosegundo revolvió el
polvo de las creaciones fallidas y sangró su pene sobre ellos. Y los hizo de
nuevo, inferiores a Él, esclavizados a su voluntad y cada vez más débiles,
hasta que llegara el tiempo en que desaparecieran.
El generar nuevos valles, montañas
y bosques, junto con los animales y las plantas que los habitaban; sembrar la
semilla de todas las razas y sus respectivos Guardianes agotó a Kósmon y éste
cayó dormido en el Sueño de la Muerte que él mismo creara para castigar a sus
hijos. Kósmon, el Creador, habría de dormir para siempre, y los Guardianes
estaban obligados a protegerlo a Él y a las razas de Úrim. Este hecho, el
renacimiento y re-creación de los Guardianes es conocido por todos y desde
todas las Eras como la Regénesis. Las razas fueron expulsadas del plano
terrenal de Kósmon y fueron obligadas a bajar a Úrim para que en ella se
buscaran una vida y se ganaran el perdón con sus acciones.
Casi todos los historiadores
coincidimos en que el fin de la Protohistoria es poco antes del nacimiento de
Ivaldir Odinsson. Hay dos razones poderosas para ello: Primera, que las razas
de Úrim se desplazarán, a partir de entonces, ocasionando conflictos y
alterando el mundo —a un grado mucho mayor que en esta Protohistoria, claro
está— y, segunda, que, hasta este momento, no había nada escrito. Los primeros
testimonios de lo que “pasó al principio” se deben a registros de diferentes
tiempos de la Primera Era, donde, al instaurarse el interés por la historia
tras la derrota de Nergal, se buscó también indagar en el pasado. Por
desgracia, sólo los enanos conservaron un fragmento de aquellos tiempos,
recitado también en un tiempo muy, muy cercano a la Regénesis. Humanos, orcos y
gigantes perdieron todo registro de esta Era de felicidad, llamada desde
entonces, y con cierta amargura la Protohistoria. Casi todos olvidaron lo que
pasó después.
Algunos eventos más han hecho
reconsiderar a muchos de mis compañeros qué tan mítica es, en realidad, la
Protohistoria: la aparición de los tecnomagos en la Cuarta Era y los Prototipos
en la Segunda; el descubrimiento de las ruinas de Lemuria; los vestigios de Bael-Ungor,
Uruk, Dhabi, Thorsheim y Jotunheim; los registros perdidos de la Segunda Sesión
Academia que relatan algunos de los eventos de la Primera; la re-aparición de
la alquimia —y, por ende, la comprobación de algunas de las recetas más
inverosímiles encontradas en Las Bodas Químicas—; los adivinos y los
esotéricos; los rumores de espectros tan comunes en casas abandonadas parecen
ser los ecos de una época congelada en el tiempo que pugna por romper el sello
que la ha inmovilizado.
A continuación se relata todo lo
que se sabe de la Primera Era de Úrim, unido por fin en un solo tomo.
[1] Los bjørn son los mejores guerreros de entre los enanos. Cubiertos de la
cabeza a los pies con armaduras de acero y pieles de oso, los bjørn entrenan
desde la infancia tanto en combate cuerpo a cuerpo como en la geomancia para la
batalla. Sin embargo, mucho de lo que se dice de ellos ha entrado ya en el
terreno de las leyendas y abarca eventos tales como el del mítico Hangatyr
Nordstein, que aparece en la Segunda Era. Tras la separación entre los
Runnenseele y los Nordstein –se tratará a profundidad en el siguiente capítulo–,
los bjørn desaparecieron de los registros de Gal’Naar. No sería sino hasta la
Segunda Era que se redescubrirían.
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