¡Guanajuato, Diana! Guanajuato, con sus túneles y montes, laberinto de luz, arteria de la Tierra. Llegué en la mañana y me impactaron la altura de sus torres y los árboles que crecen en los muros. El sol alcanzaba apenas a lamer los tejados y la gente salía ya, como en parvadas, a la calle. Me alcanzó el olor a tortillas hechas a mano, aroma matutino de México, que subía por entre los callejones torcidos y se alzaba hasta la ventana del hotel, hotelucho, lugar de paso. Cientos y cientos de escalones se suceden y cubren los rostros de las montañas donde donde se asienta Guanajuato. Matan aquí las tortas de quince pesos con su salsa, con esa salsa endemoniada, y mata también la inclinación del suelo. "Si te pierdes en Guanajuato, me decían, basta con que sueltes una canica y la sigas. Donde se quede quieta es el centro." Y es que es verdad. Imperio tienen los edificios, y doble lo manifiestan con su altura, dos veces mayor, por lo disparejo del horizonte.
Luego nos alcanzó la noche, indescriptible sin regresar a algún estado primigenio, a alguna infancia. Músicos y baile y luces; gente caminando entre los empedrados; velas y café se suceden en el centro de la ciudad. La gente es infinita, y son infinitas sus plazas, y la luz se refleja en el brillo de los ojos y se confunden, neón en movimiento. Porque aquí la noche es caminar junto al Quijote, y todo es como en sueños, como si la gente no temiera morir. Cierran el paso a los automóviles, para que camines libremente a donde te pluga. Al regresar al cuarto, menos posada, menos motel y más un suelo techado, y me senté en la cama a escribirte, Diana, escuché, a lo lejos, una serenata. A lo lejos, alguien cantaba. Al llegar el Nadir, el corazón de Guanajuato seguía despierto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario