De esas cenizas, fénix nuevo espera;

Mas con tus labios quedn vergonzosos
(que no compiten flores a rubíes)
y pálidos, después, de temerosos.

Y cuando con relámpagos te ríes,
de púrpura, cobardes, si ambiciosos,
marchitan sus blasones carmesíes.


Francisco de Quevedo


sábado, 18 de mayo de 2013

Señorita:


 No sé, ni pretendo saber, qué le ha traído esa niebla a los ojos. Y aunque no quiera, lo adivino en sus ojos que tiemblan de amor; lo adivino porque así como usted mira al horizonte, Adriana, observo yo el mar de sus ojos. Discúlpeme, Adriana, si la llamo así, familiarmente, por su nombre; desde hace tres años, me es preciso hacerlo para no ahogarme en él. A veces también necesito vaciarme sus ojos de la mente, pues pareciera que, ola tras ola, me asedian los castillos del pensamiento. Otras veces vuelvo a ellos, como vuelven los navegantes la mirada a las estrellas y se cuentan historias de pájaros blancos y de dioses tremendos. Ninguno, se lo aseguro, ha estado enamorado. Los hombres que lo estamos suspiramos, levemente, antes de retirarnos a nuestro camarote a dormir. Y le damos vueltas y vueltas a su nombre, Adriana, hasta que baja la marea. Otras veces grabamos su nombre en un mosquete, en una carabina, como si creyéramos que con eso salvaremos nuestras almas, sean lo que sean y sirvan para lo que sirvan.

Amarla no es algo que pueda hacer cualquiera; dicho esto, quien no se enamore de usted es un estúpido, óigame bien. Será su piel blanca o sus ojos de costa serena. Será su voz;  su voz, nacida de entre varias generaciones de arenas tempestuosas al caer, en usted, una gota de agua. También debí pensar que eso era amor; un mar que quería navegar día tras día hasta encallar en sus playas, allende sus ojos negros, más allá de su nombre de tempestad desde el cual pueda verse el océano tranquilo de sus labios.

Y desde aquí, desde este barco, desde este mar que no es el suyo me he preguntado en más de una ocasión si podré reconocerme tras sus ojos negros, tras tantos años de silencio. ¿Y qué será del mar de su nombre; qué si, después de tanto, nos hemos olvidado bajo el océano como se han olvidado los hombres de la Lemuria y, los pocos que la recuerdan, la han vuelto leyenda? ¿Y qué si ya no representamos nada el uno para el otro, señorita, con nuestra tempestad y nuestra furia, y el único sonido que queda es el ulular triste y lento de los acantilados golpeados por la muerte? ¿Y qué si no? En cualquier caso, Adriana, prefiero su silencio al silencio de cien mil peces. Prefiero su furia, su descontento, pues sabré que me recordará como un pobre marinero enamorado y no como un enemigo; en el mejor de los casos, como un amigo que traía siempre una chispa en sus ojos por si a usted le molestaba el frío.
Tal vez ya hablé de más y, espero, sabrá perdonarme. Apelo a que recuerde que se emocionaba platicándome sobre sus letras, sus muertos de todas las edades, y cómo yo asentía, sin saber de qué me hablaba; cómo miraba la llama que se encendía en tus ojos y que pensaba que qué raro era encontrar fuego en una criatura tan de mar como es usted. Que qué raro era que me sonriera cuando notaba que yo me quedaba en silencio, mirando, mirando y no queriendo proseguir con nuestras charlas, cualesquiera que hayan sido. Apelo también a que recuerde las estrellas de las que tanto hablamos; las que hablaron para vernos hablar juntos. Y apelo también a saber que le importó. Que, al menos ese día, llegó a su casa y pensó en mí. La imagino, recargada la mejilla en su mano, mirando, desde alguna ventana suya, las estrellas. Que quiso que alguien la invitara a mirarlas, a examinarlas como mapas —las estrellas son mapas para conocer a la gente. La tomaré de la mano algún día, Adriana, y sabrá lo que es amar el cielo y el mundo y perder el miedo al tiempo. Dos que se aman le dan miedo a la vida y al cosmos le dan a probar una gota de eternidad.

            Quizá algún día, ya demasiado tarde, la volveré a ver, Adriana. Supongo que cuando se es feliz es cuando más azota el silencio; el parpadeo que cubre la tierra entre ola y ola; el breve lapso en que usted deja respirar las aguas. Aún ahora creo que no habrían bastado todas las arenas del mar para darle freno a eso que, estoy seguro, era amor. No es sordo el mar, dicen los demás marineros, y es verdad, pero sólo escucha a los hombres que ama. Siempre me preguntó, con esa sonrisa suya, por qué le decía “mar”, Adriana, y es que sólo la puedo pensar a usted, toda olas y espuma y estrellas, si pienso que su padre fue el mar. Toda usted es mar; del mar viene y al mar ha de volver. Y también a él he de volver yo. Espero, no sin trémula emoción, el día en que las corrientes marinas nos permitan reunirnos.

            Se despide con el corazón en el mar que es usted:
           

Sergio de Martínez y Medina
                                   8 de mayo de 1822