De esas cenizas, fénix nuevo espera;

Mas con tus labios quedn vergonzosos
(que no compiten flores a rubíes)
y pálidos, después, de temerosos.

Y cuando con relámpagos te ríes,
de púrpura, cobardes, si ambiciosos,
marchitan sus blasones carmesíes.


Francisco de Quevedo


viernes, 14 de marzo de 2014

El día de mi nacimiento

Gibrán Jalil Gibrán

En un día como éste me arrojaron las entrañas de mi madre a la luz de la vida. En un día como éste, de la nada, salí al escenario del vasto universo y me asomé a su horizon­te oscurecido. En un día como éste me pusieron las manos de la quietud, hace veinticinco años, en brazos de este mundo tumultuoso, lleno de alboroto y bullicio, de luchas y de inquietudes.

En un día como éste me dio a luz el vientre de mi madre. Veinticinco años que camino bajo el sol y no sé cuántas veces que gira la luna sobre mí; y hasta hoy ignoro aún los secretos de la luz y nada alcancé a saber de los misterios de la oscuridad. Con este mundo indefinido veinticinco veces anduve en tormo de aquella sublime y única ley; y mi alma balbucea el nombre de aquella ley cual una cueva que repercute el estruendo de las olas del mar; pero sin comprender nada de su esencia que existe con su existir; y entona las canciones del flujo y del reflujo, pero sin alcanzar nada de su misterio.

Veinticinco años hace que me trazó la mano del tiempo una palabra en el libro de este mundo extraño y horroroso y heme aquí desde aquel día: una palabra indes­cifrable y ambigua que indica algo unas veces, muchas nada simboliza.

Las meditaciones y recuerdos, los pensamientos e imaginaciones convergen apiñándose en mi alma, en este día de cada año, y frente a mí se aglomeran los es­pectros de mis noches lejanas, disipándose después como las nubes que en el horizon­te el viento desmadeja estrangulándolas luego en los rincones de mi aposento, al igual que el murmullo del arroyuelo en los valles distantes y desiertos.

En un día como hoy, de cada año, me visitan los espíritus que pintaron mi alma. Lle­gan apresuradamente de todas las regiones del orbe y me rodean cantando el himno de los recuerdos tristes. Después se retiran lentamente y se esconden tras el infinito seme­jantes a bandadas de pájaros que bajaran a un prado abandonado, donde amontona­sen los segadores sus parvas y, no hallando granos que coger, volaran por encima, con piares acongojados, para luego cernirse por otro firmamento.

En este día se reflejan en mi mente todos los significados de mi vida pasada y mi numen no es más que un espejo nítido en el que miro ensimismado, permitiéndome ver solamente los semblantes pálidos de los años, como rostros moribundos; los contornos de la esperanza y los sueños y los anhelos llenos de surcos como caras envejecidas. Cierro mis ojos y tomo a mirar aquel espejo y sólo veo mi cara. Miro en mi cara y sólo veo tristezas y melancolías. Interrogo mis tristezas y las hallo mudas. Pero si las afliccio­nes de mi corazón hablasen las hallaría más dulces que el placer.

En los veinticinco años pasados he amado mucho. ¡Y cuántas veces amé lo que el mundo desprecia y desprecié lo que el mundo ama! Y lo que amé cuando era niño lo amo hasta hoy y lo seguiré amando hasta el fin de mi vida, porque el amor es el único tesoro que poseo y que nadie me podrá quitar. Muchas veces amé también la muerte en mi desesperación y le canté las estrofas más dulces; como rimé para ella, pública y secretamente, los versos más amargos sin olvidarme de la muerte, amé mucho la vida. Y la vida y la muerte se identificaron en mi alma en el amor, y semejáronse en el deseo, y se asociaron en la fecundación de mis anhelos y cariños.

Amé la libertad, y mi amor creció con mi conocimiento del porqué de tanta esclavi­tud y despotismo entre los hombres. Naciones esclavizadas, humilladas, sometidas a la adoración de los ídolos que los siglos oscuros esculpieron y que la ignorancia elevó; ídolos acicalados en sus altares por los labios de los esclavos.

Amaba a aquellos esclavos por mi amor a la libertad, y la piedad que me inspiraban hería las fibras de mi corazón porque eran ciegos que besaban las caras de las bestias sangrientas, y no veían; y bebían el veneno de las víboras, y no sentían; y cavaban sus sepulcros con sus propias manos, e ignoraban el horror.

Amé la libertad más que a todas las cosas porque se me apareció en la forma de una niña que la soledad apesadumbró y enervo el aislamiento, hasta que se hubo converti­do en una sombra transparente que corría por las catas de los hombres y se detenía en las esquinas de las calles, llamando a los caminantes que permanecían sordos, mudos, indiferentes...

En mis veinticinco años amé mucho la dicha a igual de todos los hombres. La busca­ba en mi despertar de cada día, como los demás hijos de Adán; pero nunca la hallé en sus caminos; ni la huella de sus pies sobre la arena que circunda sus casas la denuncia­ban; ni el eco de sus pasos repercutía en derredor de sus templos. Y cuando me en­contraba solo oía a mi alma hablar en silencio diciéndome: la dicha es una niña que nace y vive en la profundidad del corazón humano. Y cuando franqueé las puertas de mi corazón sólo hallé allí su espejo, su lecho y sus ropas; pero la dicha no estaba en mi corazón.

Los seres que amé mucho se dividen, en mi ley, en tres clases: unos que maldi­cen la vida; otros que la bendicen y el resto que la contemplan sumergiéndose en ella. A los primeros los amé por su desventura; a los segundos por su tolerancia, y a los últimos por su honda sabiduría.

Así pasaron mis veinticinco años y así se consumieron mis días y mis noches apre­surándose, disipándose con las ilusiones de mis esperanzas, cayéndose de mi vida cual hojas dispersadas por un cierzo otoñal.

Y hoy me detengo para recordar cual viajero que vaga y que llegó a mitad del cami­no, y miro a todas partes, y no veo ningún indicio de mi vida pasada del cual pueda glorificarme ante la faz del sol y del cual pueda decir aquel es mío. Ni las sazones de mis años pasados me produjeron algo, salvo unas hojas ennegrecidas por la tinta y unas figuras curiosas llenas de acordes, líneas y colores. En esas hojas dispersas y en esos cuadros desordenados he enterrado mis sentimientos, mis ideas y mis sueños- Y así fui igual que el sembrador aldeano que esparce sus semillas en las entrañas de la tierra; pero el sembrador que sale a su campo y entierra sus semillas en los surcos de la tierra regresa a su casa con el corazón henchido de esperanza, llena su alma de fe que en día no lejano recogerá sus granos multiplicados a la hora de la cosecha y de la siega.

Yo arrojé los granos de mi corazón sin alimentar esperanza alguna, sin esperar nada y sin suplicar..,

Y hoy que llegué a tal sazón de mi vida veo el pasado a través de una nube de triste­zas y suspiros; y aparece el mañana ante mí, tras el velo del pasado...

...y la vida pasa.

Me detengo ante mi ventana a contemplar detrás de sus cristales al universo. Veo semblantes; oigo voces que llegan hasta el cielo; percibo pasos lentos; siento el contac­to de las almas con la fluidez de sus inclinaciones; siento el palpitar de los corazones. Veo a los niños jugar y correr unos tras otros llenando de polvo sus ropas, riendo llenos de júbilo.

Veo caminar los jóvenes, levantando sus cabezas como si leyeran el poema de la ju­ventud escrito en el contorno de las nubes envueltas por los rayos dorados del sol. Los jóvenes caminan coquetamente moviendo sus agiles cuerpos como ramos en flor, sonriéndose, mirando a los jóvenes con ojos que irradian deseos y amor; y los ancianos marchan quedamente, con sus espaldas encorvadas, apoyándose sobre sus bastones, mirando al suelo, como si buscaran entre las piedras el tesoro de sus años perdidos.

Detrás de mi ventana contemplo todas esas figuras y siluetas y después miro más allá de la ciudad. Veo campiñas con todos los contornos de su belleza divina y su alma confidencial; altas colinas, valles, llanuras y bosques frondosos; campos florecientes; flores que llenan con sus aromas; pájaros en concierto; arroyos cantores y de dulce murmurio.

Después miro más allá de Albariah y mis ojos tropiezan con el espacio infinito, con todos sus astros luminosos y sus planetas y soles y lunas regidos por una ley suprema y sometida a una voluntad superior y eterna. Miro y contemplo todos esos objetos y mundos detrás de los cristales de mi ventana y entonces me olvido de los veinticinco años y de todos los siglos que los han precedido y de todos los que vendrán.

Y entonces mi ser paréceme una partícula del suspiro de un niño perdido en un vacio infinito y de insondable profundidad; pero siento en el movimiento de aquel átomo -esta alma- esta esencia que llamo "YO"; siento sus movimientos y sus baraúndas; la veo alzar sus alas hacia el cielo y extender sus manos a todas panes; se estremece en el día, de cada año, que de la nada trajo a este mundo. Y con una voz que se levanta de su santidad, exclama: "Salam,'' vida mía; salam ilusiones; ¡salam oh día que sumerges en tu luz la oscuridad de la tierra!; ¡salam, oh noche, que con tu oscuridad manifiestas la luz del cielo!; salam, primavera que rejuveneces la decrepitud de la tierra; verano que promulgas la gloria del sol; otoño que tronchas las flores y disminuyes la actividad de los campos; invierno que enervas el vigor de la madre naturaleza. Salam años que re­veláis lo que el tiempo ha escondido; siglos que rectificáis lo que las edades han vicia­do!; ¡salam, oh tiempo que nos conduces hacia la perfección!; ¡salam, oh espíritu que guías la vida y que estás oculto tras el manto solar!

¡Y tu, corazón mío!, ¡salam!; ¡porque con el salam puedes exhortar y cantar no obs­tante hallarte sumergido en lágrimas!; salam labios míos, porque vosotros pronunciáis el salam en el momento de gustar la amargura.

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