De esas cenizas, fénix nuevo espera;

Mas con tus labios quedn vergonzosos
(que no compiten flores a rubíes)
y pálidos, después, de temerosos.

Y cuando con relámpagos te ríes,
de púrpura, cobardes, si ambiciosos,
marchitan sus blasones carmesíes.


Francisco de Quevedo


miércoles, 23 de octubre de 2019

Las Ruinas de Uruk

http://www.megustaescribir.com/obra/leer/85201/las-ruinas-de-uruk


Las Ruinas de Uruk

Ciclo 85, Cuarta Era
En algún punto de Ea-Anu, el Polo Norte

Corrieron hacia la enorme gruta que se abría entre las laderas de la cordillera, donde la tormenta de nieve no pudiera alcanzarlos. Al sacrificar a las bestias podían cubrirse del frío; de haberse aferrado a los camellos, seguramente ya estarían todos muertos. La caverna a la que llegaron era tan grande que las quince personas que formaban el grupo de exploración cabían cómodamente y no tardaron en hacer una fogata para quitarse de encima la frialdad del exterior. El Acamar, capitaneado por Bakri Musif, había navegado durante dos meses hacia el norte de Granada, la Primera Ciudad, pasó junto al Árbol del Mundo de los viejos mapas y siguió navegando sin variar el rumbo. Encontraron una costa, apenas cubierta por un par de kilómetros de vegetación y, después de eso, hielo. Hielo hasta donde alcanzaba la vista. Una blancura infinita que se extendía al norte, al este y al oeste, y sólo el sur conservaba una promesa de vida más allá del horizonte. Los hombres decidieron que sería más fácil moverse por el mar hasta donde el hielo se los permitiera. Una semana después, con pocas reservas de carne de camello secas y cercados por un hielo tan denso que no podían quebrarlo con los débiles hechizos de los piromantes de a bordo, decidieron seguir a pie. Dos semanas después de abandonar el barco encontraron una enorme cordillera helada, formada quizá por la caída incesante de hielo y nieve. Se decía que hacía muchos ciclos, los enanos vivían en las cordilleras de Gal’Naar, pero éstas habían desaparecido, hasta donde sabía Granada, luego del Desgarre. Tenía días que habían dejado los últimos restos del mundo conocido, y estarían llegando a la orilla del mundo, el enigmático páramo helado de Ea-Anu.

            Las sombras nacidas de la hoguera lo distrajeron de sus pensamientos. Las estalactitas de hielo goteaban sobre ellos y a pesar de las gruesas cobijas y abrigos en los que iban envueltos, las ráfagas de aire glacial se colaban por la apertura de la cueva y les atravesaban los huesos. El olor de la carne asada lo hizo salivar y lo distrajo un poco del hielo del exterior. Comieron un poco y durmieron aquella noche en un campamento improvisado; por la mañana, se dieron cuenta de que la tormenta de nieve no se detendría. Sólo les quedaba internarse más en la gruta. Los piromantes conjuraron llamas para iluminar la caverna. Los muros de hielo se elevaban por más de veinte metros por sobre sus cabezas y era lo suficientemente ancho como para que pasaran veinte hombres, codo a codo, a través de ella. Pronto descubrieron que había un riachuelo que fluía dentro y cien metros más adelante encontraron aguas termales. El grupo entero se acercó y pudo ver una pequeña luz azul al fondo del agua, lo que le daba un aire espectral. El vapor les produjo escalofríos y pudieron agradecer a los Guardianes por el descanso. Decidieron dejar las casas de campaña y todo cuanto estorbara al lado de las aguas termales. Llenaron sus pellejos con el riachuelo y decidieron dividirse en dos grupos; el primero, cuidaría las cosas y analizaría los mejores cursos de acción y el segundo iría a explorar. Bakri Musif se llevó a diez hombres y Alif y sus compañeros vieron a los demás alargarse en una sola sombra.

Hablaron un rato, pero el eco de las cuevas los ponía nerviosos. Entre el goteo del agua y la ansiedad de la espera, los cinco hombres no pudieron ni hacer planes, ni concentrarse, ni nada, así que aprovecharon el tiempo para hacer una caminata de reconocimiento; con eso, al menos no se sentirían unos inútiles. Se dividieron por parejas. El timonel, Kaamal, era un granadino robusto, más bien obeso, pero las semanas que habían pasado en el norte habían provocado una rápida disminución de peso. Bebía mucho y siempre tenían algo que contarle. No eran amigos, pero se agradaban. Y Alif agradecía la compañía. La oscuridad los envolvía con un manto pesado, tan pesado que, de no ser por la piromancia, no habrían podido avanzar sin perderse. Kaamal avanzaba con paso firme junto a él sin dirigirle una palabra. Los últimos días habían sido así: hablaban sólo lo necesario; el hielo les había trabado las mandíbulas unas con otras. Alif guiaba el camino de ida con su fuego; era mejor que uno ahorrara energías para después. Habrían pasado unos veinte minutos cuando vieron un resplandor a la distancia. Los granadinos aceleraron el paso hasta la fuente de luz: un sinnúmero de plantas de más de tres metros de altura se extendía a lo largo y ancho de lo que parecía ser una tierra de cultivo. Los granos eran tan grandes que habrían necesitado al menos seis hombres para moverlos y seguramente podrían alimentarlos a los quince sin problema alguno.
     No hablan de esto. — Murmuró Alif.
     ¿Cómo?
     Los libros.
     Ah, eso. — Kareem hizo un gesto de exasperación y lo dejó atrás. Avanzó con paso decidido a una de las plantas y arrancó un pedazo de una de las brillantes hojas que aparecían frente a él.
     Esos libros nos trajeron aquí.
     ¿Y cuál es tu punto?
     Que no podemos comérnoslo sólo así. Nadie los había visto antes, no están documentados. Ni siquiera sabemos por qué brilla. Quizá hasta es venenoso.
     ¿Se te ocurre algo mejor? — Kaamal sacó un puñal que traía consigo y se acercó a uno de los granos de medio metro de altura que tenía frente a él. — Nos queda carne para hoy y mañana, nada más.
       Yo no me voy a arriesgar. — El timonel lo miró fijamente a los ojos, cortó un pedazo de un tajo, se lo metió a la boca y, antes de que alcanzara a darle una mordida, la semilla se licuó. Kaamal escupió a un lado. — ¿Pero ¿qué…? ¿Qué carajo es esto? — Se quedaron quietos un par de segundos.
     ¿Y bien?
     Es ácida, como una naranja, pero sabe también a dátil. — Hizo una pausa, miró con cierto miedo a Alif, pero su postura cambió de inmediato. Una energía espontánea le renovó los ánimos y cortó un pedazo más grande. — Deberíamos llevarnos una al campamento.
     No seas imbécil. — Alif lo miró a los ojos, la llama en su mano agonizaba. No quería admitirlo, pero se sentía cansado. — Primero hay que ver si sobrevives.
     No seas ridículo. Vamos de regreso, me toca a mí. — El timonel conjuró una llama, y para sorpresa de ambos, ésta surgió con una potencia que no había visto en días. — ¿Seguro que no quieres probarlo?
     Si no has muerto para mañana, lo consideraré.

Regresaron al campamento media hora después, Kaamal mucho más revitalizado que cualquiera de los exploradores del Acamar. A pesar de las advertencias de Alif, Kaamal les contó a los otros tres guardias de las plantas mágicas que se deshacían en la boca y rejuvenecían a quien las consumieran. Alif les sugirió esperar al resto del grupo y aceptaron a regañadientes. Con el frío apenas controlado por los vapores de las aguas termales y la posibilidad de restaurar sus energías a la mano, Alif temió que hubiera una revuelta o algo peor; el desconcierto de una oscuridad tan gigantesca que no les permitía ver el techo de la caverna, por el otro lado, bastaba para convencerlos de que permanecer juntos era la mejor ruta de acción. Pasaron dos, tres, cinco horas — en las que, además, Kaamal no parecía haber enfermado— y, por fin, medio día después de que partieron, los exploradores regresaron.
     Caminamos al noroeste por dos horas, lo más recto que pudimos. Quemamos el hielo para no perdernos de regreso. —  Hizo una pausa y buscó la confirmación de sus compañeros, que asentían mientras hablaba, escupió a un lado y siguió. — Mientras más avanzábamos, más nos parecía que el hielo bajo nuestros pies se coloreaba, justo como en las aguas termales. Antes de que pasara mucho tiempo, nos dimos cuenta de que veníamos sudando. Tajim fue el primero en quitarse el abrigo.
     Hacía mucho calor. — Dijo Tajim. Era uno de esos marineros afectados por una variación especialmente agresiva de la bacteria Coralis Intracarnisensis, que dejaba idiotas o mutilados a quienes la sobrevivían. Era tratable, y sólo la gente más pobre sufría sus efectos más severos. Alif lo había visto desde que abordaron el Acamar, y deseó que nunca lo pasaran por la borda como a aquel desgraciado. — Hacía calor.
     Quizá más que aquí, — prosiguió Bakri — pero nos dimos cuenta hasta más tarde. Porque primero vimos los muros de permahielo.
     Más de cincuenta metros de alto.
     Había caracoles y conchas de mar enterradas en sus paredes.
     Encontramos una escalera hecha con los restos de un cangrejo; ese monstruo debía tener al menos siete metros de alto. — Bakri los miró a todos, y viendo que Alif no citaba sus jodidos libros para interrumpirlo, prosiguió. —  Cada peldaño medirá al menos tres metros, pero también había un canal en la orilla, como una especie de remate por el que hubiéramos podido subir. No lo hicimos, claro. Para entonces ya era difícil ignorar el hambre y decidimos volver.
     Entonces, — dijo Kaamal, mientras sacaba una pipa y se recargaba en una de las cobijas que habían dejado los exploradores en el suelo a su regreso — ¿nos están diciendo que encontraron un edificio?
     Así es. No sabemos quién lo hizo. — dijo Bakri. Inhaló, cerró los ojos como si buscara entre sus recuerdos y se adelantó a la pregunta que todos tenían en mente. —No, no creo que hayan sido hombres. Escuché de enanos acá en el norte, pero si los hubo, yo creo que ya se les congelaron los culos. — Bakri sonrió. — Deberíamos ir a buscar oro en las salas de los viejos reyes.
     Nadie ha visto a un enano desde el Desgarre, ni siquiera a los de Skølsgarde. — Alif se aclaró la garganta. — Mi abuelo me contó sobre las columnas torcidas de Bael-Ungor cuando era niño. Decía que un puente de cristal cruzaba por cientos de kilómetros un lago subterráneo, y que las columnas torcidas que surgían desde el fondo de una galería interminable se alzaban casi doscientos metros por encima de sus cabezas. Pero los enanos siempre tuvieron todo bien iluminado. No por ellos, sino por quienes fueran a visitarlos a las forjas subterráneas.
     Pero todos están muertos.
     Quizás.
     No eran ruinas enanas. — afirmó con aplomo Bakri — He visto algunos esquemas y dibujos en Granada y no tenían parecido alguno. No, éstas eran más bien lisas, estaban hechas de un hielo que no se derretía a pesar del calor, tan duro que no pudimos hacerle mella con las dagas.
     Supongo que iremos luego de descansar.
     Así es.
     Nosotros tenemos algo que contarles. — dijo Kaamal. Alif sintió una punzada en el estómago, pero considerando que Kaamal seguía vivo y no parecía haber enfermado, supuso que no había problema en decirles, e incluso se vio tentado a comer él mismo un poco de aquellos granos azules que encontraron. — El idiota de Hasán y yo fuimos al este mientras regresaban y encontramos estas plantas mágicas.
     Le dije que no comiera.
     Como siempre, nuestra conciencia. — Kaamal le dio una palmada en la espalda, a lo que Tajim y el resto siguieron con una risotada. — Ignoré al blandengue éste, corté un pedazo de la semilla y me lo tragué. Fue como comerme un camello entero.
     Entonces no es venenoso.
     Si fuera igual de potente que esto, un veneno de esas plantas me habría matado al instante.
     Tiene sentido. Entonces, — dijo Bakri, poniéndose de pie — llévanos allá. Todos podríamos comer algo más que esta carne rancia y estaremos de regreso antes de dormir.

Apagaron las llamas. Kaamal iba en la cabeza, junto a Tajim, que al menos servía para alentar al guía lo suficiente como para que los demás se pusieran al corriente. Alif y el capitán iban hasta atrás, discutiendo los posibles riesgos de ingerir la planta. No le ha pasado nada, recalcó Bakri una y otra vez, como convenciéndose de que había tomado la decisión correcta al llevarlos a todos allá. Como dijo Kaamal, llegaron pronto y encontraron la semilla que había cortado en la primera vuelta. En esta segunda excursión, Alif se fijó en más cosas. Las plantas estaban sembradas directamente sobre el hielo, no en la tierra, y quizá era por eso por lo que se deshacía en las bocas de quienes la ingerían. Están muy bien alineadas, y no necesitan tierra. Parece la obra de una mano consciente y no de un azar de la naturaleza, escribió Alif. Es probable que estemos entrando en el territorio de una civilización antigua; no quiero afirmarlo aún, pero podrían ser los gigantes.  También se percató de que entre dos personas podían mover uno de los granos, a pesar de estar hechos de celulosa y fibra muy parecidas a las del trigo que conocían en Granada. Al final, cedió al hambre. Si era cierto que las plantas mágicas podían curarlo a uno del hambre por horas, entonces no perdía mucho intentándolo. Apenas puso un fragmento de semilla entre sus dientes sintió una oleada de calor extendiéndose de su lengua hasta sus pies y de la boca a la cabeza. El regreso fue mucho más animado, sobre todo porque llevaba cada quien uno de los enormes granos que los habían salvado de una muerte segura. Durmieron mejor que en meses, algunos dijeron que en décadas, y despertaron con interés renovado por las ruinas. Alif le comentó sus sospechas de que pronto encontrarían reliquias del pasado, Bakri sonrió, le dijo que podrían comprar un barco igual al Acamar si era cierto, y encabezó la segunda expedición. Desmontaron las tiendas y se llevaron el campamento consigo. Aprovecharon el calor de la cueva para quitarse los abrigos y formar camillas sobre las que transportaban todo cuanto arrastraban desde que habían llegado ahí. Tres horas después, vieron un destello azulado que se alzaba más allá de la bóveda de la cueva e iluminaba lo suficiente como para que pudieran reconocerse las cicatrices los unos a los otros.

Alif Hasán escribió: Jamás pensé que vería algo como aquello. Era como si el fondo mismo del Gran Mar Océano se hubiera levantado por capricho de algún dios cuyo nombre desconocíamos y que, evidentemente, había dejado Úrim hacía muchos, muchísimos ciclos. No lo digo sólo por el monstruoso volumen del edificio, sino por la cantidad de caracoles, cangrejos, conchas, peces y rocas que adornaban las entrañas del hielo. Las paredes, de una altura bestial, eran frías al tacto y, sin embargo, lo hacían sentirse a uno como en casa. Quizá “cómodo” es la palabra más acertado. Los muros parecían vibrar a nuestro alrededor como vibran las paredes de las ciudades en las que los camellos y las carretas circulan con frecuencia y levantan pequeñas tormentas de arena a nuestro alrededor. Quizá era esa misma sensación la que nos llevó a aceptar todo cuanto veíamos como algo un tanto más natural, algo cercano a nosotros y no como lo que debió parecernos siempre: algo extraño, dislocado del tiempo, como debió ser la vida al principio, cuando el primer elfo abrió los ojos y vio los montes y los bosques del mundo y sintió que nada de aquello le pertenecía; cuando nosotros mismos apenas salíamos de Granada sin saber que, rodeados de los cuentos y fantasmas de la eternidad, caminaríamos en las orillas del mundo sepultados bajo la blancura infinita de Ea-Anu.

El calor que irradiaba el edificio de permahielo había creado una caverna hueca alrededor de él. No tardaron en encontrar los escalones de los que hablaron mientras cenaban. Los peldaños eran tan altos que ninguno de ellos podía subirlos ni siquiera si saltaba o si dos se coordinaban para elevar a un tercero y Alif estimó que tendrían al menos tres metros de largo por tres de alto. Pero las orillas de la ciclópea escalinata presentaban un canal, una especie de barda decorativa, de tres metros de ancho, lo suficientemente rugosa como para permitirles escalar por ahí. Subieron y subieron, el techo de la caverna, que antes les parecía inalcanzable, comenzó a quedarse atrás. Ascendieron tan lento y con tanto esfuerzo que Alif entró en un trance que debió durar alrededor de una hora. Se enfocaba en la pierna que descansaba para no sentir la que se movía, y cuando cambiaba de pierna, su atención cambiaba a la otra. Por fin llegaron a un arco, tan desproporcionadamente enorme que no fue sino hasta que estuvieron parados entre las columnas de oro —que tampoco podían mellarse ni deformarse por más que lo intentaron— que se dieron cuenta del tamaño que debía tener la gente que lo construyó. Si de verdad habían sido manos mortales quienes lo crearon, debían tener al menos unos quince metros de alto. El edificio debía tener unos ciento ochenta metros de alto; cada uno de los pisos —que ahora podía ver claramente— tendría sesenta metros de alto. Se sintió sobrecogido por las revelaciones, aunque sus compañeros más bien parecían felices de por fin poder descansar.

Tenían cuatro caminos, aunque una sola opción. Debían moverse como grupo y sólo podían elegir uno de los cuatro caminos que aparecían ante ellos. El primero era volver, dos de ellos, el de enfrente y el de la derecha, los obligarían a bajar y se perderían aún más dentro de la cueva, y la última, la izquierda, les presentaba una explanada de cien metros de ancho, más escaleras, más pisos. Tajim les comentó poco después que en aquella dirección había suficiente espacio como para montar un campamento si así lo desearan. Al final, Bakri decidió seguir adelante con la exploración y tomaron el camino de la izquierda. El hielo azulado bajo sus pies los tenía algo nerviosos. Habían comprobado que les sería imposible romperlo, pero saber que había animales vivos dentro de él no dejaba de inquietarlos.

            Resbalaron por uno de los canales de la nueva escalera, caminaron diez minutos y subieron otros diez por la siguiente escalinata. El grupo entero protestó y decidieron acampar en el que sería el tercer piso de un edificio colosal. Hasta entonces había reparado poco en los diseños de las conchas y piedras engastados en lo que parecía una pared exterior de los muros. Mientras más los veía, más seguro estaba de que se correspondían con las estrellas del norte, y reconoció enseguida la constelación de Sipasi-Anna, un nombre que venía de lejos, desde muy atrás en la historia, y cuyas estrellas contaban la historia de una cazadora de los tiempos de los gigantes que desafió a los dioses de la muerte y se inmortalizó en el cielo. En Granada les habían enseñado a navegar usando las estrellas, pero ¿quiénes les pusieron los nombres? Algunas tenían mitos entretejidos con sus nombres —recordaba a Saiph, a Nahr y a Alioth, los dragones, eternos ahora como estrellas— pero otras sólo se llamaban así. Estuvo analizando el hielo otro rato, en lo que los demás montaban las camas y extendían las cobijas para acostarse. La temperatura se había estabilizado desde hacía ya unas horas; no tenían ni frío ni calor, e incluso algunos llegaron a decir que se sentían refrescados por una corriente de aire cuando subieron. Los muros estaban hechos de dos capas: una sólida de permahielo, que rodeaba y daba forma a la estructura, y una líquida en medio, en donde vivían todos aquellos peces que no conocía, y que, Alif deseaba, algún día tendría la oportunidad de clasificar. Comieron de sus semillas mágicas y se fueron a dormir. Aquella noche soñó con una voz que le prometía revelarle los secretos de la ciudad. Despertó poco después de Bakri, pero antes que todos los demás. El capitán se encontraba mirando los acuarios de los muros.
     Son increíbles, ¿verdad? — Bakri solía hablar con todos ellos; era parte del secreto de por qué tenía una autoridad tan sólida dentro de su barco. — Si mal no recuerdo, estás contando las maravillas del mundo. ¿Cuál fue la última?
     Yggdrasill, el Árbol del Mundo.
     Pues puedes poner este edificio junto al resto. ¿Lo conocías?
     No, y no recuerdo haber leído sobre algo así. — El campamento despertó poco a poco, y en ese momento, Alif escuchó las voces de sus compañeros. — Si quienes hicieron esto conocían las matemáticas, quizá también hayan sabido escribir.
     Es posible. — Bakri se dio media vuelta y se dirigió a los demás. — ¡Todos de pie! ¡Nos vamos!

El temor del día anterior se había disipado y lo reemplazó una curiosidad que crecía paso a paso. Retomaron la marcha después del desayuno, subieron por una nueva escalera y ante ellos, justo al centro de lo que Alif consideró una pirámide, se erguía una puerta de sesenta metros de alto, hecha de láminas de una piedra azul con manchas de oro y nieve a la que los toledanos llamaban lapislázuli, con permahielo engastado en el centro y decorado con zafiros, esmeraldas, topacios y diamantes tan grandes que los exploradores estaban seguros debían ser falsos. Los rubíes excedían los dos metros por lado y habían sido exquisitamente tallados por manos no humanas, al menos, ninguna que Alif conociera. Comieron, durmieron un par de horas más, y cuando se acercaron poco después al monolito, lo vieron: la puerta de la estructura estaba entreabierta.

Nunca supo si fue por protegerse, pero todos se agruparon en un círculo, unos al lado de otros. Las galerías del interior sobrepasaban por mucho el ancho de cualquier templo o fortaleza humana que ellos conocieran; Alif calculó que tendrían al menos veinte metros de ancho. La oscuridad era prácticamente nula. El brillo de las paredes, aunque tenue, alcanzaba a iluminar la altura de la cueva, y parecía que no existía sombra alguna que pudiera abarcar los colosales muros de hielo. A pesar de que avanzaban a un paso considerable, las estancias se prolongaban en una rectitud sin fin, tallada con motivos de peces y moluscos, de ballenas y calamares y otras bestias que ni siquiera los más experimentados marineros distinguían. Encontramos los muros de alguna ciudad, entramos a las profundidades de una bestia que no podemos comprender. Alif hizo dibujos y tomó medidas, pero, de todo cuanto veían, poco tenía un nombre en las lenguas que conocía.

Los grandes corredores dieron paso a una sala inmensa. No fue difícil ver el agujero que había en su centro, ni la estatua que, engastada como un pilar del mundo en el corazón del templo, rebasaba los cien metros de alto. Alif recordó que se hallaban en el piso superior de la estructura; la estatua, que nacía en la planta baja, pasaba por varios salones y coronaba la estancia con una cabeza humanoide.
     Debieron ser los gigantes. — dijo Bakri. — Hay cuentos sobre sus ciudades y sus obras; relatos del Atlante tan antiguos que apenas quedan entre la memoria de mi gente.
     ¿Conoce alguno, capitán?
     No, pero los elfos y los enanos de Thorsheim hablaban de árboles y montañas que se movían durante la Edad de las Conjuras.
     Hace ya un milenio. — añadió Alif. — Si fuera verdad, estas salas son seguras.
     El granadino tiene razón. — apuntó Shur, el remero. — No creo que sus cuentos y leyendas vengan a matarnos.
     Será mejor que permanezcamos juntos. — insistió Bakri. — Es posible que haya alguien más aquí.

Tomaron el camino de la izquierda, donde el gigantesco precipicio daba paso a una escalinata. Mientras más bajaba, más grotescos eran los animales atrapados en ese hielo que refulgía como si hubiera atrapado gotas de sol en su interior. Una larguísima línea negra, tan ancha como las galeras de los elfos, apareció en una pared. Alif, dominado por la misma voz que le habló en sueños, entró en un trance, y escribiría: “Es como una cobra, pero sus proporciones rayan en la locura. Un ojo ciego, congelado desde que un dios cuerdo creó el mundo, es tan grande que cuatro de nosotros tendríamos que colocarnos uno encima del otro para siquiera abarcar su altura. Quizás los guardianes la encerraron aquí, patrón malhayado de la creación, para protegernos de los de los horrores de la era sin luz. Kósmon creó el cielo y la tierra, dicen las Reliquias de Santiago, pero nadie sabe lo que creó el Gran Vacío Ginnungagap mientras él no miraba. Una infinidad de escamas, un dragón sin alas ni brazos, reducido a la mínima expresión del terror, tan malformado que prefirió el abismo al cielo; que prefirió sufrir todos los horrores del mundo, que se expuso a la locura del olvido antes de volver a mirarse a sí mismo reflejado en el mar. Nacido en el corazón del Vacío cuando la luz lanzó su primer destello. Engendrada en y por sus sombras, consciente y hambrienta, separada, por los siglos de los siglos, del resto de sí misma. Se repitió hasta el infinito su soledad; cada centímetro que podía ver no era sino una prolongación de su cuerpo, y supo que no había en el universo nada que no fuera una continuación de su angustia. Así creció y con ella crecieron los abismos, cercenados de la luz y de otras sombras, y en esa sucesión de la náusea, la serpiente cerró los ojos. Cuando por fin los abrió, habían pasado ya los eones, y los dioses habían nacido, peleado y muerto, el mundo había cambiado de color y las razas de Úrim nacieron y cubrieron el mundo. Los elfos y los…

     Eh, cabrón, ¿Te vas a quedar ahí? — Alif salió del trance. Tajim y Kaamal lo miraban a algunos metros de distancia. — El capitán quiere que veas algo. A la otra te dejemos solo. — Kaamal escupió en el suelo. — No tenemos por qué estarte cuidando.  — Los pudieron ver mucho antes de terminar de bajar la escalera y llegaron a donde se encontraban los otros miembros de la tripulación del Acamar. Estaban en una estancia central, con grandes aperturas a los lados; eran, según los otros, corredores que se alargaban hasta donde alcanzaban a poner los ojos. Luego, en el centro, y justo donde nacía la estatua que coronaba todos los demás niveles del templo, estaba una mesa. Había bloques de hielo inmensos; cada uno decorado con una piedra preciosa distinta y construidas de manera distinta. Algunos se asemejaban más a las sillas de los hombres, y otros no dejaban de parecer bolas de nieve con apenas alguna muesca que serviría de asiento; otras más, talladas en forma de tronos, se alzaban por lo que Alif dedujo serían diez metros, y había al menos unas treinta de éstas.
     Son sillas. — dijo Shur. — Quien sea que se haya sentado aquí, medía al menos ocho metros.
     Doce. — lo corrigió Alif.
     ¿Dónde estaban?
     Buscando pistas, supongo. — Kaamal se apartó del granadino y se integró con los demás.
     ¿Y bien?
     No sé. Estoy igual de perdido que cuando llegamos, capitán.

Bakri suspiró. Tajim se llevó las manos a la cabeza. El capitán los convocó para trazar el nuevo plan de acción. Tenían una cosa clara, la menos por el momento: sus vidas no se encontraban en peligro. Y si pudieran llevar al menos uno de esos artefactos al Acamar… Las ideas de riqueza y gloria pronto los contagiaron a todos. Incluso Alif Hasán, que solía estar lejos de aquellas tribulaciones, se imaginó a sí mismo sentado en algún palacio revestido de seda y oro; la Alhambra, en Al-Andalús, sería un buen comienzo. Envalentonados por sus sueños de fortuna inimaginable, decidieron montar el campamento debajo de la mesa de hielo y piedra que sostenía su existencia a seis metros por encima de sus cabezas. Shur y Kaamal descargaron las semillas azules y todos comieron un poco de ellas. Alif durmió poco y mal. Los recuerdos de los salones y las galerías se torcieron, y sus sueños le mostraron un laberinto tapizado de colmillos y rostros, y para cuando los demás comenzaron a despertar, él había hecho ya algunos trazos y cálculos. Dedujo que el edificio era perfectamente simétrico, y realizó este dibujo:


 
     Es la distribución más lógica que pude encontrar. Exploré un poco antes de que despertaran y mucho concuerda con mis trazos.
     ¿Dos habitaciones grandes?
     Si hubo castas o líderes, tendría sentido. O podrían ser bibliotecas o bodegas.
     Ya veo. Pusiste treinta y cinco habitaciones; aquí apenas hay treinta asientos. ¿No te parece que está mal?
     No, Bakri. También lo pensé. Un edificio tan grande y decorado como éste debió tener alguna función especial. Pensé en dos posibilidades. La primera, —dijo Alif, mientras copiaba el plano en otra hoja — es que fuera una especie de posada o lugar de paso. Una sola mesa larga, como ésta, implica que todos se conocían y vivían más o menos en paz. La segunda es que fuera un templo o lugar de homenaje. Si fuera así, entonces los sacerdotes o monjes que habitaran este templo necesitarían espacio para ellos mismos. Quizás algunos comían y otros estudiaban.
     Eso no me dice nada.
     Salvo cuántas personas, su tamaño, costumbres, ideas, funciones, recursos, tienes razón, no dicen nada. — Bakri lo fulminó con la mirada, pero aceptó que su escriba tenía algo de tazón. — Como no conocemos la dieta de estas personas, tengo que asumir que todos comían estas semillas azules.
     No me imagino qué clase de criatura necesitaría templos como éste. — Bakri se alejó del escriba y volteó su mirada hacia los tripulantes dormidos. — Mandaré exploradores. Quiero saber si hay algo que podamos llevarnos.
     Estoy casi seguro de que esto era un templo.
     Y en Granada, las iglesias están a reventar de oro.

Se dividieron rápido y se pusieron en movimiento tan pronto como Bakri declaró el campamento seguro. Shur se dirigió hacia el cuarto que se había designado como “cocina”; Kaamal exploró, junto a un grupo en el que también iba Tajim, la parte trasera de la escalinata que los había llevado ahí. El último grupo era el de Bakri y Alif. El granadino creía que debía haber una habitación dedicada a ceremonias religiosas, y el capitán insistió en que ésta se convirtió en la máxima prioridad de la expedición. Iban ligeros: cargaban sus ropas y las hamacas transformadas en carretillas para mover sus pertenencias. Sólo Alif pudo salvarse de formar parte del grupo de saqueo; dijo que llevar su pluma y sus libros era vital para poder evaluar y vender los artefactos en Granada. Al principio, los marineros susurraron que Alif era un idiota, y renegaban del evidente favoritismo del capitán para con ese inútil. Cada una de las habitaciones que había marcado resultaba ser un muro idéntico al anterior. No había puertas ni aperturas; diez minutos después de comenzada la exploración, el mismo Bakri estaba empezando a perder la paciencia. Cuando llegaron al cruce que estaba designado como “entrada”, la suerte por fin los favoreció. Una puerta de hielo iba desde el suelo hasta el techo de la estancia; sus sesenta metros de altura estaban recubiertos de tantas conchas, piedras, e incluso hojas de Kemet que era imposible que no hubieran tenido contacto con otras razas en el pasado.

Las congelaron como pruebas de su amistad con los elfos, pensó Alif. Y también hay brazaletes enanos. Hay runas y telas preciosas de Granada; sabía que la Perla del Desierto era antigua, pero no tanto. Estas puertas son un mural y una declaración: todos cuantos se acerquen, sean bienvenidos. Encontró también algunas notas escritas con el alifato granadino, pero la lengua era tan antigua que sólo alcanzó a entender dos palabras: “Gigantes” y “Uruk.” El marco de la puerta estaba decorado con unas perforaciones triangulares; poco después se percató de que éstas eran palabras y copió los símbolos triangulares en su cuaderno. Quizás los elfos sepan algo al respecto. Detrás de ellos, por el camino por el que habían llegado, justamente en la habitación que él designó como capilla, encontraron un arco claramente dibujado, que daba paso a una lámina de hielo delgada. Bakri fue el primero en empujarla, y para su sorpresa, la enorme puerta apenas pesaba. Un sinfín de joyas y reliquias de todas las eras cayeron a los pies del capitán, y los hombres no pudieron contener los gritos de júbilo que sucedieron al descubrimiento. Los marineros empujaron a Alif, que cayó de bruces. Cuando se levantó, los vio a todos lanzándose oro y joyas a la cara y, de pronto, todo estaba mal. Quizás la oscuridad encarnada en una serpiente, la sangre que él mismo había dejado en el suelo, o el brillo antinatural del hielo reflejado en el oro fue lo que lo sacó del trance. Alif vio cómo las monedas se transformaban en arena, y las vasijas más grandes en las osamentas de un centenar de criaturas. Elfos, orcos, enanos, sus huesos se distribuían sobre el fulgor del hielo azul, y los verdaderos horrores que se escondían en el glaciar de Ea-Anu salieron a la luz por primera vez en eones. Una larga sucesión de barcos y galeras de todas las épocas, presentes y pasadas, se arremolinaban en torno a un gran vórtice que latía bajo el templo de hielo. Ahí donde antes el hielo traslúcido se fuera blanqueando hasta formar una infinidad de nieve debajo de ellos, ahora veía una gruesa e interminable sucesión de escamas que se mezclaban con madera y, abajo, sugerido sólo por las corrientes de agua que se arremolinaban en torno a él, estaba el Gran Vacío Ginnungagap.

Alif se levantó y jaló a Bakri, pero retrocedió en cuanto vio los ojos del capitán. Sus pupilas se habían dilatado tanto que parecía se le vaciarían de adentro hacia afuera, y un líquido, dorado y caliente, brotaba del centro de los ojos. El capitán sostenía un puñado de cenizas; lo único que Alif escuchó fue la repetición, monótona y susurrada, de la palabra “oro.” Los demás habían sucumbido cada cual a su propio trance. Saruq repetía “fama”; otros, “comida”. Cuando vio que dos de ellos se acostaron entre las cenizas y los huesos y se revolcaron hasta ahogarse en ellas, supo que no podía hacer nada. El terror lo dominaba, y cada vez podía pensar con menor claridad. Tenía que salir de ahí. Se encaminó de un salto a la puerta por la que había llegado y lo vio. Desde la entrada, sobre el enloquecedor remolino de oscuridad que pulsaba y latía bajo sus pies, justo donde él supuso estarían las puertas de unas habitaciones que llevaban milenios selladas, surgió una gigantesca figura humanoide. Y pensó en “surgir” porque no hubo puertas, ni movimientos, ni sonidos que lo precedieran.

Se dio media vuelta. El relicario tenía una salida del otro lado, lo recordaba bien. Pasó junto a Bakri, los ojos se habían transformado ya en dos platos negros, y la mitad de la cara se había derretido ya bajo la fuente de oro que seguía saliendo de las cuencas de los ojos. El metal fundido caía al suelo y, en vez de transformarse en pepitas sólidas, éste parecía mezclarse y desaparecer sobre el hielo. El abismo debajo de ellos giraba y azotaba el cementerio de embarcaciones. De pronto, el suelo parecía menos sólido, y aunque el hielo no se movió ni se deshizo, el movimiento bajo sus pies le provocó arcadas. Se recargó en uno de los pilares y vomitó. Cuando recuperó la compostura, se percató de que una especie de vapor se había colado en la habitación. La temperatura bajó de pronto, y como si un cuchillo fantasma lo hubiera atravesado, una nube pasó a través de él y se materializó junto a lo que quedaba del capitán. Un pie, tan grande como cualquier ser humano, se manifestó junto a los marineros, y lo comprendió: era el gigante. Podía atravesar el hielo porque hacía cientos de décadas que no existía, que su materia se había fusionado con el hielo que formaba las ruinas de Uruk; el masivo ziggurat, sepultado desde la eternidad y castigado por los dioses por darle la espalda al mundo, proseguía su vida después de la muerte; sus habitantes, atrapados en un estado semejante a la muerte, estaban condenados a vagar hasta que los polos mismos se derritieran.

El gigante sin cara, pero con los huecos de donde se suponía estaban los ojos y la nariz expuestos al hielo, se puso en cuclillas junto a los restos de Bakri, más una grotesca fuente de oro que un ser humano, y abrió la boca. Una esfera de color verde oscura surgió de las entrañas de oro del capitán y fue aspirada por la sombra que se mecía sobre él, vasta e insondable. Los viejos cuentos de Granada decían que hubo una época en la que los magos y los alquimistas azotaron el mundo; una época más allá de todo tiempo y de todos los registros que quedaban en todas las Academias de Muspel, y eso que estaba viendo era, según estos mismos relatos, el alma de Bakri Musif. Alif intentó correr, pero el hielo se había vuelto resbaladizo; tuvo que arrastrar los pies hasta salir del relicario. Fuera, en los pasillos, encontró otra de las masas de nube, buscando a tientas los muros y a los demás marineros. Kaamal también corría, solo y lleno de sangre, con una llama entre las manos que le ayudaba a sentirse un poco más seguro. Alif le lanzó un grito y los dos se reencontraron cerca de la entrada este del comedor por el que habían llegado. Se recargaron en el muro; los dos gigantes vagaban sin rumbo, con las cuencas de los ojos vacías desde épocas inmemoriales, más allá de todo registro o razón que pudiera darles el mundo. Detrás de ellos, un tercer espectro surgió a través del hielo, errático, desorientado.
     ¿Tú también los ves? — preguntó Alif a Kaamal, una vez que ambos se serenaron lo suficiente y Alif lo puso al tanto del destino del capitán.
     Sí. Me pasó algo parecido. Entramos a la parte trasera de las escaleras. Estos miserables no tienen oro. — Kaamal disminuyó la potencia de la llama que había conjurado. — Había cientos de libros, tan grandes como cualquiera de nosotros, regados por todos lados. Fue la única habitación donde encontramos desorden.
     Los maldijeron.
     Me importa un carajo. También nosotros lo estaremos si no salimos de aquí. — Kaamal hizo una pausa para tragar saliva. Los espectros se atravesaban los unos a los otros, y un gemido, apenas audible, surgió del fondo del pasillo. — Algo debe llamarlos. Pensé que eran las reliquias…
     No, — dijo Alif, cayendo en cuenta de pronto de qué era lo que pasaba.  — Las semillas. Les dije que no comiéramos esa mierda.
     Sea como sea, algo rompió el hechizo. Empecé a pelear con Tajim por un lingote de oro, me golpeó y de pronto vi que todo estaba oscuro debajo de mí. Vi que todos se quedaban enajenados con la ceniza, y luego los ojos, como me dijiste. Los mandé al carajo, y luego te encontré.
     La sangre…

Un cuarto gigante pasó junto a ellos. En las manos llevaba los cadáveres de al menos seis marineros; éstos se habían vuelto espectros como ellos mismos. La sombra hizo algunos movimientos y los tres gigantes de antes se reunieron junto a él. Colocó los cuerpos etéreos en el hielo y se inclinaron para devorarlos. Kaamal reaccionó y lo jaló del brazo. Sólo podían moverse por los lugares que ya conocían. El hambre los estaba matando. Por suerte para ellos, el hielo de esa sección estaba lo suficientemente firme para permitirles correr, y corrieron. De regreso se toparon con Shur, también golpeado. Había regresado al campamento, estaba pálido y temblaba incontrolablemente. Kaamal le dio un golpe y Alif lo cacheteó, y después de un par de segundos, la mirada del remero pareció descubrirlos. Le gritaron que debían salir de ahí y él los siguió. Mientras huían, les dijo que había tropezado en el otro cuarto con algo, y de pronto todo se movía debajo de él. Subieron corriendo la escalinata. Se detuvieron a descansar en el primer receso y voltearon a mirar a los gigantes. Ahora había más, y todos se dirigían al comedor. Se movían lento, mucho más lento que cualquier criatura que ellos conocieran, pero Alif se dio cuenta de que era sólo una ilusión de la escala. Los gigantes rodearon la mesa. Algunos se sentaron de inmediato; los otros pusieron sobre la mesa de cristal y roca los restos de los marineros. Shur gimió. El hambre lo estaba matando, al igual que a sus compañeros. Alif arrancó un par de hojas de su diario y se las ofreció.
     Al menos te matan el hambre.

Kaamal volvió a ponerse a la cabeza, y Alif se quedó hasta atrás. No quería dejar al remero solo. Subieron un poco más lento esta vez. La cabeza de la colosal estatua que coronaba la sala se iba acercando, y las formas traslúcidas de los gigantes quedaban debajo. Alif pensaba en cómo le harían para escapar. El Acamar necesitaba al menos diez remeros, un timonel, y un capitán o alguien que supiera leer las coordenadas del mapa. Kaamal los detuvo extendiendo los brazos. Los corredores del último piso también se habían llenado de sombras y fantasmas. Rodearon tanto como pudieron, y por fin llegaron al pasillo por el que habían llegado. De ahí en adelante, todo sería más sencillo. Llegarían a la monstruosa puerta principal y bajarían para poder llegar a los sembradíos de las plantas de hielo y agua, luego al manantial, a la cueva y luego, si Kósmon y sus Guardianes querían, estarían libres. Todo salió a la perfección. Shur fue el primero en lanzarse por los toboganes de hielo que formaban la escalinata, y que resultaron idóneos para el escape. Los tres llegaron hasta las plantas de agua que los habían hechizado. Cerca de ahí habían dejado, junto a toda la ropa que no necesitaban debido al calor de la cueva, los restos de los camellos que llevaron en el Acamar. Shur encendió la fogata, Kaamal y él montaron el campamento. Comieron una cantidad generosa de camello asado, bebieron largos tragos de vino de Granada y se tendieron a descansar.

Alif abrió los ojos cuando escuchó los susurros. La luz azulada que los rodeaba había recuperado su color casi hogareño. Kaamal estaba acostado junto a él, tendido sobre una piel de camello, pero Shur había desaparecido. Quizás fue a orinar, pensó Alif, pero tal vez no. Se asomó fuera de la tienda. El remero estaba acostado en el hielo claro, abrazado a una enorme semilla de agua. De pronto sintió un tirón en el estómago. Kaamal lo jalaba y entre los dos despertaban a Shur. Salían de la cueva en una mañana en la que el sol de Úrim nacía en el oeste y coloreaba los cielos con un manto anaranjado, morado y verde. Los tres llegaban al barco Skrymir, una galera enana que los rescataba del hielo. El capitán les hablaba, pero Alif no podía entenderlo. De pronto, la cara del enano se estiró hacia el suelo, hacia abajo, como jalada por una fuerza invisible, tan poderosa que alargó también el barco y a sus compañeros. Luego sintió dolor, pero fue rápido. Estaba de pie en el palacio de La Alhambra, en Al-Andalús. De pronto estaba en cama, rodeado de un montón de personas a las que conocía, y luego cerraba los ojos por última vez.

Las fauces de sombras de un gigante lo habían despojado de su cuerpo, que yacía inmóvil y carcomido cerca de Shur. Debajo de él no había nada, y enfrente sólo oscuridad. Alif intentó gritar, pero no tenía boca ya. El mundo se había vuelto mudo o quizás él estaba sordo; los gigantes se habían alimentado y lanzaban una vez más su hechizo sobre las ruinas de su ciudad. Luego, nada. La luz volvió a apagarse; el último vestigio de su conciencia fue la certeza de que el polo norte se volvería a quedar inmóvil tras su muerte.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario