De esas cenizas, fénix nuevo espera;

Mas con tus labios quedn vergonzosos
(que no compiten flores a rubíes)
y pálidos, después, de temerosos.

Y cuando con relámpagos te ríes,
de púrpura, cobardes, si ambiciosos,
marchitan sus blasones carmesíes.


Francisco de Quevedo


domingo, 8 de junio de 2014

Necesito ayuda con el título de este



Aquí pongo otro de mis cuentos. Este se llamaba originalmente "Reflejos", luego "invierno" y luego "lluva de estrellas." Ninguno de los títulos me gusta.


Pasaríamos juntos el Leteo, ¿lo recuerdas? Juntos, como cuando buscábamos una estrella, la nuestra, al ponerse el sol. —El anciano se sostuvo del respaldo para tomar asiento. Sus ojos negros, llovidos por la edad, se alzaron a la altura de otros ojos. — Me haces tanta falta. ¿Te acuerdas de ese día, cuando me declaré? Caminábamos en este parque, que ha dejado de ser nuestro. Mirábamos a  las palomas, a quien pasara riendo. Había otros que pasaban pensando en sus cosas, casi corriendo, a nuestro lado. Te veías tan hermosa. Tal vez era el sol, pero siempre pensé que habías sido tú quien pintó el cielo de naranja. Un niño jugaba con un globo detrás de nosotros. Nunca supe si fue antes de caer al pasto, si fue en el abrazo, en la mirada o después del beso, pero mi corazón estalló con el globo.

Ahora todo es extraño. Quisieron adornarlo con luces. Luces, cariño, donde estaba más claro el cielo, debajo del tendón de estrellas. Luces hechas de lagañas y tierra, como si fueran nidos donde se amontona la neblina. Debajo de esa soledad de hombre he encontrado algunos amigos. No sé si sean sinceros, pero me ayudan a estar sin ti. Me da miedo la noche. No la oscuridad, que tanto nos alegrara el silencio, sino las sombras. Hay algo en ellas que me trae corriendo el invierno. Soy un hombre viejo, es cierto, pero aún recuerdo tanto. Alguna vez te tallé un trenecito. En él iríamos juntos al cielo. — Un suspiro, temblor de manos. Una lágrima. —  Amé y fui amado. De eso se trataba la vida, ¿No?

            Con un movimiento cedió su abrigo, que fue a posarse sobre el descanso de los brazos. A lo lejos, un riachuelo, de pronto un espejo y de pronto ella, se deslizaba reflejando la luna. El viejo, apoyándose, se puso en pie para acercarse al agua.

            Lo encontraron por la mañana con una chispa de alegría congelada en los ojos. La bata azul se quedó en silencio, cobijando la silla de ruedas.

viernes, 14 de marzo de 2014

El poeta de Baalbeck



Gibrán Jalil Gibrán

      

En la ciudad de Baalbeck, Año 112 a.C.



El Emir estaba sentado en su trono de oro, rodeado de lámparas brillantes y turíferos ricamente trabajados. El incienso perfumaba todo el palacio. A la derecha del Emir se sentaban los altos dignatarios civiles, a la izquierda, los sacer­dotes, y, de pie, inmóviles, estaban los guardias y los esclavos, semejando estatuas de bronce.

Después que los cantores entonaron sus himnos, un ancia­no Visir se prosternó frente al soberano y, con voz trémula a causa de la edad dijo:

-Oh, grande y generoso Príncipe, ayer llegó a nuestra ciudad un sabio proveniente de la india. Predica doctrinas extrañas de las que jamás oímos hablar, como la de la trans­migración de las amas. Dice, él, que las almas encarnan, generación tras generación, en cuerpos diferentes hasta alcanzar la perfección y elevarse hasta el nivel de los dioses. Y pide ser presentado ante ti, para exponer sus ideas.

El Emir meneó la cabeza y sonriendo dijo:

-De la india nos llegan muchas cosas extrañas y maravi­llosas. Invita a ese sabio para que podamos oír sus palabras de sabiduría.

Apenas pronunciadas estas palabras, un hombre de cierta edad, moreno, imponente, de grandes ojos y facciones serenas, entró en el recinto con paso digno y se detuvo frente al Emir.

Después de inclinarse y pedir permiso para hablar, levantó la cabeza y comenzó a exponer su doctrina. Sostuvo que las almas pasan de un cuerpo a otro evolucionando por la expe­riencia obtenida en cada existencia, impulsadas por la búsque­da de un esplendor que las estimula y las hace crecer en amor.

Luego, se demoró explicando la forma en que las almas encarnan en uno y otro cuerpo y cómo expían en cada vida, los errores y crímenes cometidos en la anterior, como si cose­charan en un país lo que sembraron en otro.

Observando que la conferencia se prolongaba más de lo esperado y que el rostro del Emir mostraba señales de cansan­cio, el viejo Visir sugirió al sabio hindú que dejase su exposi­ción para continuarla en otra oportunidad.

Entonces, el visitante abandonó su discurso y tomó asien­to entre los dignatarios civiles, cerrando ligeramente los ojos, como cansado de contemplar los abismos de la vida.

Después de un profundo silencio, semejante al éxtasis de un profeta, el Emir, miró a derecha e izquierda como buscan­do a alguien, y luego preguntó:

-¿Dónde se encuentra nuestro poeta? Hace muchos días que no lo vemos. ¿Qué le ha ocurrido que no concurre a nuestras reuniones?

-Yo lo vi hace una semana sentado en el pórtico del templo de Ishtar -respondió un sacerdote-, mirando con ojos tristes hacia el infinito, más allá del crepúsculo, como si contemplase uno de sus poemas flotando sobre las nubes.

Y un gran dignatario agregó:

-Y yo lo vi ayer parado a la sombra de los álamos y los cipreses. Lo saludé, mas no me prestó atención y permaneció como sumergido en el mar profundo de sus pensamientos y meditaciones.

Y el Gran Eunuco completó:

-Y yo lo vi, hoy, en el jardín del palacio, con el rostro pálido y abatido, suspirando profundamente y con los ojos llenos de lágrimas.

-Buscad inmediatamente a quien tanto nos preocupa con su ausencia -ordenó entonces el Emir.

Obedeciendo la orden, guardias y esclavos, salieron del recinto en busca del poeta. Mientras tanto, el Emir y sus dig­natarios, que permanecían reunidos aguardando su retorno, parecían sentir, en sus espíritus, la presencia invisible del poeta.

Poco después regresó el Gran Eunuco quien cayó total­mente extendido a los pies del Emir cual pájaro herido por la flecha de un cazador. El Emir, al verlo, exclamó:

-¿Qué ha ocurrido? ¿Qué tienes que decir?

El Gran Eunuco levantó entonces, la cabeza y, con voz triste y temblorosa dijo:

-Hemos encontrado al poeta, muerto, en el jardín del palacio.

Oyendo esto, el Emir se levantó apesadumbrado y avan­zó, apresurado, en dirección al jardín. Todos los dignatarios lo seguían.

Al final del parque, bajo los almendros, la luz amarillenta de las antorchas mostraba a los ojos de los presentes, un cuerpo inanimado, extendido sobre la gramilla como una rosa marchita.

-Mirad como está, abrazado a su lira -dijo un cortesa­no-. ¡Parecen dos amantes que juraron morir juntos!

-Aún tiene los ojos abiertos -agregó otro- como los tuvo en vida, clavados en el corazón del espacio, contemplan­do los invisibles movimientos de un dios desconocido en medio de los lejanos planetas.

Finalmente, el Sumo Sacerdote se dirigió al Emir:

-Lo sepultaremos mañana con las honras de un gran poeta, a la sombra del templo de Ishtar. Convocaremos a todo el pueblo para la procesión fúnebre; los jóvenes cantarán sus poemas y las vírgenes derramarán flores sobre su tumba.

Él Emir, sin quitar los ojos del rostro del poeta, ya pálido por el frío de la muerte, moviendo la cabeza con pesar dijo:

-Nosotros, menospreciamos esta alma pura mientras vivía e inundaba el universo con los frutos de su inspiración y esparcía en el aire la fragancia magnífica de su espíritu. Si no le rendimos homenaje ahora, seremos escarnecidos y ridiculizados por los dioses y por las ninfas de valles y pra­deras.

"Lo enterraremos en este mismo sitio donde exhaló su último suspiro, con la lira amada entre sus brazos. Y, si alguno entre vosotros quiere rendirle homenaje, que al regresar a su casa, cuente a sus hijos, que el Emir fue la causa de la muerte del poeta, pues no le prestó debida asis­tencia, dejándolo morir solo y abandonado.-Después, miran­do alrededor de sí, preguntó:-¿Dónde está el sabio llegado de la India?

Y el sabio se adelantó, diciendo:

-¡Heme aquí, oh, Gran Príncipe!

-Dime, oh, sabio -preguntó el Emir-, ¿acaso los dioses me harán volver a este mundo como Príncipe y traerán también al poeta muerto, como poeta? ¿Mi espíritu, reencarnará en el cuerpo del hijo de un gran rey y, el alma del poeta será conducida hacia el cuerpo de otro genio? ¿La ley sagra­da, lo retornará para que, frente a la eternidad, componga nuevamente sus versos honrando a la vida? ¿Retornará, él, para que yo pueda cubrirlo de honores y rendirle los tributos que él merece y alegrar su corazón y su vida?

Y el sabio respondió:

-Todo lo que las almas anhelan, las almas lo alcanzarán, pues la ley que nos devuelve el esplendor de la primavera después del invierno, también te devolverá Príncipe glorioso y lo devolverá gran poeta.

Se animó, entonces, el rostro del Emir y su alma se vivifi­có. Y se encaminó hacia el palacio, recordando y meditando las palabras del sabio hindú: "Todo lo que las almas anhelan, las almas lo alcanzarán."



En la ciudad de El Caíro, Año 1912 d.C.



Se alzó la luna llena derramando sus reflejos de plata sobre la ciudad. El Príncipe contemplaba, desde el balcón de su palacio, el límpido cielo. Meditaba acerca de los siglos que habían pasado sobre aquellas márgenes del Nilo, interpre­taba los hechos de reyes y conquistadores o imaginaba la procesión de pueblos desde las pirámides hasta el palacio de Abedine.

Como el círculo de sus pensamientos se había ampliado tanto ue ya tocaba el círculo de sus propios sueños, miró hacia el compañero que tenía a su lado y le dijo:

-Mi alma tiene sed, recítame un poema.

Y el compañero comenzó a declamar los versos de un poema pre-islámico. Pero, antes que avanzara mucho en el recitado, el Príncipe lo interrumpió:

-Declama algo más reciente, más moderno...

Su compañero comenzó, entonces, a declamar los versos de un poeta Hadramout. Pero, nuevamente lo interrumpió el Príncipe:          

-Deseo algo más reciente, mucho más reciente.

El recitante levantó la cabeza y puso su mano en ella, como tratando de ayudarse a recordar poemas de autores contemporáneos. Repentinamente, su rostro se iluminó, y sus ojos se tornaron más vivos y se puso a entonar unos versos románticos, con un ritmo doliente lleno de encanto. El Príncipe, como si manos invisibles lo hubieran elevado hacia el cielo preguntó:

-¿De quién son esos versos?

-Del poeta de Baalbeck -dijo el poeta.

-Del poeta de Baalbeck -repitió el Príncipe; y el nombre vibró en sus oídos y llegó a su alma, despertando en ella a los fantasmas de antiguos recuerdos, dibujando frente a los ojos de su corazón, en la niebla del tiempo, el cuadro de un joven muerto, abrazado a su lira y rodeado de altos dignatarios de una corte.

Y como los sueños que son disipados por la luz del despertar, así huyó de los ojos del Príncipe la visión que contemplaba. Se puso de pie junto con el recitador y, mientras caminaban, repetía para sí las palabras de Mahoma: "Estabas muerto y El te resucitó. Y El te retornará a la muerte nueva­mente y nuevamente a la vida. Sólo entonces retornarás a El." Se volvió hacia su compañero y le dijo:

-Tenemos suerte de tener al poeta de Baalbeck en nuestro país. Y es nuestro mayor deber darle nuestro home­naje y prestarle nuestra ayuda.

Y luego de unos instantes, presididos por el respeto y el silencio, el Príncipe agregó:

-El poeta es un ave de extraño comportamiento. Des­tiende desde su cielo para cantar entre nosotros y, si no lo honramos, él extenderá sus alas y alzará vuelo hacia su patria.

Y, cuando terminó la noche y el firmamento se quitó su vestido adornado con estrellas para ponerse otro, tejido con los rayos de luz de la aurora, el alma del Príncipe flotaba embelesada por los misterios de la vida.

El día de mi nacimiento

Gibrán Jalil Gibrán

En un día como éste me arrojaron las entrañas de mi madre a la luz de la vida. En un día como éste, de la nada, salí al escenario del vasto universo y me asomé a su horizon­te oscurecido. En un día como éste me pusieron las manos de la quietud, hace veinticinco años, en brazos de este mundo tumultuoso, lleno de alboroto y bullicio, de luchas y de inquietudes.

En un día como éste me dio a luz el vientre de mi madre. Veinticinco años que camino bajo el sol y no sé cuántas veces que gira la luna sobre mí; y hasta hoy ignoro aún los secretos de la luz y nada alcancé a saber de los misterios de la oscuridad. Con este mundo indefinido veinticinco veces anduve en tormo de aquella sublime y única ley; y mi alma balbucea el nombre de aquella ley cual una cueva que repercute el estruendo de las olas del mar; pero sin comprender nada de su esencia que existe con su existir; y entona las canciones del flujo y del reflujo, pero sin alcanzar nada de su misterio.

Veinticinco años hace que me trazó la mano del tiempo una palabra en el libro de este mundo extraño y horroroso y heme aquí desde aquel día: una palabra indes­cifrable y ambigua que indica algo unas veces, muchas nada simboliza.

Las meditaciones y recuerdos, los pensamientos e imaginaciones convergen apiñándose en mi alma, en este día de cada año, y frente a mí se aglomeran los es­pectros de mis noches lejanas, disipándose después como las nubes que en el horizon­te el viento desmadeja estrangulándolas luego en los rincones de mi aposento, al igual que el murmullo del arroyuelo en los valles distantes y desiertos.

En un día como hoy, de cada año, me visitan los espíritus que pintaron mi alma. Lle­gan apresuradamente de todas las regiones del orbe y me rodean cantando el himno de los recuerdos tristes. Después se retiran lentamente y se esconden tras el infinito seme­jantes a bandadas de pájaros que bajaran a un prado abandonado, donde amontona­sen los segadores sus parvas y, no hallando granos que coger, volaran por encima, con piares acongojados, para luego cernirse por otro firmamento.

En este día se reflejan en mi mente todos los significados de mi vida pasada y mi numen no es más que un espejo nítido en el que miro ensimismado, permitiéndome ver solamente los semblantes pálidos de los años, como rostros moribundos; los contornos de la esperanza y los sueños y los anhelos llenos de surcos como caras envejecidas. Cierro mis ojos y tomo a mirar aquel espejo y sólo veo mi cara. Miro en mi cara y sólo veo tristezas y melancolías. Interrogo mis tristezas y las hallo mudas. Pero si las afliccio­nes de mi corazón hablasen las hallaría más dulces que el placer.

En los veinticinco años pasados he amado mucho. ¡Y cuántas veces amé lo que el mundo desprecia y desprecié lo que el mundo ama! Y lo que amé cuando era niño lo amo hasta hoy y lo seguiré amando hasta el fin de mi vida, porque el amor es el único tesoro que poseo y que nadie me podrá quitar. Muchas veces amé también la muerte en mi desesperación y le canté las estrofas más dulces; como rimé para ella, pública y secretamente, los versos más amargos sin olvidarme de la muerte, amé mucho la vida. Y la vida y la muerte se identificaron en mi alma en el amor, y semejáronse en el deseo, y se asociaron en la fecundación de mis anhelos y cariños.

Amé la libertad, y mi amor creció con mi conocimiento del porqué de tanta esclavi­tud y despotismo entre los hombres. Naciones esclavizadas, humilladas, sometidas a la adoración de los ídolos que los siglos oscuros esculpieron y que la ignorancia elevó; ídolos acicalados en sus altares por los labios de los esclavos.

Amaba a aquellos esclavos por mi amor a la libertad, y la piedad que me inspiraban hería las fibras de mi corazón porque eran ciegos que besaban las caras de las bestias sangrientas, y no veían; y bebían el veneno de las víboras, y no sentían; y cavaban sus sepulcros con sus propias manos, e ignoraban el horror.

Amé la libertad más que a todas las cosas porque se me apareció en la forma de una niña que la soledad apesadumbró y enervo el aislamiento, hasta que se hubo converti­do en una sombra transparente que corría por las catas de los hombres y se detenía en las esquinas de las calles, llamando a los caminantes que permanecían sordos, mudos, indiferentes...

En mis veinticinco años amé mucho la dicha a igual de todos los hombres. La busca­ba en mi despertar de cada día, como los demás hijos de Adán; pero nunca la hallé en sus caminos; ni la huella de sus pies sobre la arena que circunda sus casas la denuncia­ban; ni el eco de sus pasos repercutía en derredor de sus templos. Y cuando me en­contraba solo oía a mi alma hablar en silencio diciéndome: la dicha es una niña que nace y vive en la profundidad del corazón humano. Y cuando franqueé las puertas de mi corazón sólo hallé allí su espejo, su lecho y sus ropas; pero la dicha no estaba en mi corazón.

Los seres que amé mucho se dividen, en mi ley, en tres clases: unos que maldi­cen la vida; otros que la bendicen y el resto que la contemplan sumergiéndose en ella. A los primeros los amé por su desventura; a los segundos por su tolerancia, y a los últimos por su honda sabiduría.

Así pasaron mis veinticinco años y así se consumieron mis días y mis noches apre­surándose, disipándose con las ilusiones de mis esperanzas, cayéndose de mi vida cual hojas dispersadas por un cierzo otoñal.

Y hoy me detengo para recordar cual viajero que vaga y que llegó a mitad del cami­no, y miro a todas partes, y no veo ningún indicio de mi vida pasada del cual pueda glorificarme ante la faz del sol y del cual pueda decir aquel es mío. Ni las sazones de mis años pasados me produjeron algo, salvo unas hojas ennegrecidas por la tinta y unas figuras curiosas llenas de acordes, líneas y colores. En esas hojas dispersas y en esos cuadros desordenados he enterrado mis sentimientos, mis ideas y mis sueños- Y así fui igual que el sembrador aldeano que esparce sus semillas en las entrañas de la tierra; pero el sembrador que sale a su campo y entierra sus semillas en los surcos de la tierra regresa a su casa con el corazón henchido de esperanza, llena su alma de fe que en día no lejano recogerá sus granos multiplicados a la hora de la cosecha y de la siega.

Yo arrojé los granos de mi corazón sin alimentar esperanza alguna, sin esperar nada y sin suplicar..,

Y hoy que llegué a tal sazón de mi vida veo el pasado a través de una nube de triste­zas y suspiros; y aparece el mañana ante mí, tras el velo del pasado...

...y la vida pasa.

Me detengo ante mi ventana a contemplar detrás de sus cristales al universo. Veo semblantes; oigo voces que llegan hasta el cielo; percibo pasos lentos; siento el contac­to de las almas con la fluidez de sus inclinaciones; siento el palpitar de los corazones. Veo a los niños jugar y correr unos tras otros llenando de polvo sus ropas, riendo llenos de júbilo.

Veo caminar los jóvenes, levantando sus cabezas como si leyeran el poema de la ju­ventud escrito en el contorno de las nubes envueltas por los rayos dorados del sol. Los jóvenes caminan coquetamente moviendo sus agiles cuerpos como ramos en flor, sonriéndose, mirando a los jóvenes con ojos que irradian deseos y amor; y los ancianos marchan quedamente, con sus espaldas encorvadas, apoyándose sobre sus bastones, mirando al suelo, como si buscaran entre las piedras el tesoro de sus años perdidos.

Detrás de mi ventana contemplo todas esas figuras y siluetas y después miro más allá de la ciudad. Veo campiñas con todos los contornos de su belleza divina y su alma confidencial; altas colinas, valles, llanuras y bosques frondosos; campos florecientes; flores que llenan con sus aromas; pájaros en concierto; arroyos cantores y de dulce murmurio.

Después miro más allá de Albariah y mis ojos tropiezan con el espacio infinito, con todos sus astros luminosos y sus planetas y soles y lunas regidos por una ley suprema y sometida a una voluntad superior y eterna. Miro y contemplo todos esos objetos y mundos detrás de los cristales de mi ventana y entonces me olvido de los veinticinco años y de todos los siglos que los han precedido y de todos los que vendrán.

Y entonces mi ser paréceme una partícula del suspiro de un niño perdido en un vacio infinito y de insondable profundidad; pero siento en el movimiento de aquel átomo -esta alma- esta esencia que llamo "YO"; siento sus movimientos y sus baraúndas; la veo alzar sus alas hacia el cielo y extender sus manos a todas panes; se estremece en el día, de cada año, que de la nada trajo a este mundo. Y con una voz que se levanta de su santidad, exclama: "Salam,'' vida mía; salam ilusiones; ¡salam oh día que sumerges en tu luz la oscuridad de la tierra!; ¡salam, oh noche, que con tu oscuridad manifiestas la luz del cielo!; salam, primavera que rejuveneces la decrepitud de la tierra; verano que promulgas la gloria del sol; otoño que tronchas las flores y disminuyes la actividad de los campos; invierno que enervas el vigor de la madre naturaleza. Salam años que re­veláis lo que el tiempo ha escondido; siglos que rectificáis lo que las edades han vicia­do!; ¡salam, oh tiempo que nos conduces hacia la perfección!; ¡salam, oh espíritu que guías la vida y que estás oculto tras el manto solar!

¡Y tu, corazón mío!, ¡salam!; ¡porque con el salam puedes exhortar y cantar no obs­tante hallarte sumergido en lágrimas!; salam labios míos, porque vosotros pronunciáis el salam en el momento de gustar la amargura.

sábado, 1 de febrero de 2014

Flor de Sol (Fragmento del Prólogo)

Hace tiempo que te buscaba, Flor de Sol. Creo que ninguno de nosotros se reconoció de primera vista pero eso ya no importa. Creo, también, que ninguno de nosotros dos pensó en que nuestras historias habrían de ligarse tan profunda y eternamente. Ni que lo hubieran estado desde antes. Que todo el brillo que tienes en los ojos resonaría tan fuertemente con las estrellas de mi alma. Pero pasó Jenny. En uno de tantos y tantos universos paralelos, en este, nos conocimos. Nos tomamos de la mano y jugamos a gritarle al mundo, a Dios, que nos lanzara lo mejor que tuvieran. Dicen que los hombres no saben lo que desean y es verdad. Yo deseé la locura y llegó Adriana, la tempestad; tú deseaste un hombre con armadura para que te pidiera en matrimonio y llegó Ian. Ambos jugamos con los clavos de la misma cruz, Jenny. Y nadie, ni siquiera nosotros —¡menos aún nosotros, hermanados por el sufrimiento desde hacía varios años!— pensó que habríamos de salir caminando juntos del vórtice del ojo de la muerte. Así nos encontró la vida, Flor de Sol: el uno en los brazos de la otra; el otro acariciando los cabellos de la una: la justa recompensa de salir vivos del infierno. Ahora que miro atrás, creo que nadie habría pensado ni podido desear un mejor final que ésta, nuestra historia.


Sé cómo suena decir que nuestra historia no empieza con nosotros. Bueno, sí, con nosotros sí, pero no este año. En realidad, deberíamos remontarnos varios meses (unos cien o diez mil); deberíamos remontarnos varias décadas (unas setenta); mejor dicho y para no hacerla larga, sería preciso regresar hasta el tiempo del Impreio azteca. Hubo un tiempo, Jenny, en que ambos tuvimos la piel morena, los brazos un poco más largos y los dos tu nariz de chile bola como le dices. Tal vez mi rostro fuera un poco más tosco pero no lo recuerdo. Lo que sí puedo ver son tus ojos de estrella, tu figura, tus senos, un poco más pequeños que ahora, tu vientre abultado por nuestro hijo. Y te llamaba Flor de Sol, como entonces, como siempre, y tomaba tu rostro entre mis manos y te decía que te amaba; que ni la furia de los Dioses habría de separarnos. Y ambos reímos y miramos al conejo en el rostro de la luna. A su lado las estrellas titilaban y me preguntabas cómo se llamaba cada una de ellas y te decía que no sabía, que tal vez los dioses las habían puesto ahí para cuidarnos, para cuidar a nuestro hijo, Yaoyotlxóchitl; Flor por tí y Guerra por mí.

Si de por sí me dolía dejarte, cuando supe que traerías a mi hijo a la tierra me mató salir de casa. Caminamos días y días, y cada uno era una espina de maguey que me atravesaba la lengua y el cuerpo; que me picaba el corazón y me doblaba las piernas. "Flor de Sol -pensaba-, acompáñame. Flor de Sol, cuídame y cuida tus pétalos, cuida nuestra semilla que aún no nace. Cuida nuestro fruto. Hoy estoy lejos de tí, Flor de Sol, pero jamás me he apartado. Cuida nuestra semilla, Flor de Sol." No sé si recuerdes la pequeña imagen de una flor de pétalos dorados que llevaba en el cuello. Era un hueso pequeño, casi invisible, que llevaba por collar a la guerra. Siempre hemos estado juntos. Aún cuando nos ordenara el Tlatoani dejar todo y llevar sólo lanza y escudo, ibas conmigo. Más de una vez me amonestaron por desobediencia y más de una vez les dije que mataría antes de que me lo quitaran. Más de una vez me abofetearon por ser un gato y no un jaguar. Y entonces les decía que sí, que era un gato, pero tú eras mi lanza y mi escudo; mi flecha de obsidiana en el cuello del águila. Muchos me miraban y se reían, decían que se me habían quedado los aguacates en casa con mi mujer y entonces les tumbaba un diente y tomaba mis armas y les gritaba que tú eras el único valor y la única fuerza que necesitaba y que si había algún problema me lo dijeran. Y luego me retiraba a mi tienda y me quedaba viendo los pétalos dorados de la flor de sol. Y sonreía y pensaba en tí, en tus ojos de niña, en las estrellas que tanta curiosidad te habían causado. Y entonces entendí que las estrellas no eran los demonios tzitzimime de las leyendas: eran los guardianes silenciosos de tu nombre.

sábado, 18 de mayo de 2013

Señorita:


 No sé, ni pretendo saber, qué le ha traído esa niebla a los ojos. Y aunque no quiera, lo adivino en sus ojos que tiemblan de amor; lo adivino porque así como usted mira al horizonte, Adriana, observo yo el mar de sus ojos. Discúlpeme, Adriana, si la llamo así, familiarmente, por su nombre; desde hace tres años, me es preciso hacerlo para no ahogarme en él. A veces también necesito vaciarme sus ojos de la mente, pues pareciera que, ola tras ola, me asedian los castillos del pensamiento. Otras veces vuelvo a ellos, como vuelven los navegantes la mirada a las estrellas y se cuentan historias de pájaros blancos y de dioses tremendos. Ninguno, se lo aseguro, ha estado enamorado. Los hombres que lo estamos suspiramos, levemente, antes de retirarnos a nuestro camarote a dormir. Y le damos vueltas y vueltas a su nombre, Adriana, hasta que baja la marea. Otras veces grabamos su nombre en un mosquete, en una carabina, como si creyéramos que con eso salvaremos nuestras almas, sean lo que sean y sirvan para lo que sirvan.

Amarla no es algo que pueda hacer cualquiera; dicho esto, quien no se enamore de usted es un estúpido, óigame bien. Será su piel blanca o sus ojos de costa serena. Será su voz;  su voz, nacida de entre varias generaciones de arenas tempestuosas al caer, en usted, una gota de agua. También debí pensar que eso era amor; un mar que quería navegar día tras día hasta encallar en sus playas, allende sus ojos negros, más allá de su nombre de tempestad desde el cual pueda verse el océano tranquilo de sus labios.

Y desde aquí, desde este barco, desde este mar que no es el suyo me he preguntado en más de una ocasión si podré reconocerme tras sus ojos negros, tras tantos años de silencio. ¿Y qué será del mar de su nombre; qué si, después de tanto, nos hemos olvidado bajo el océano como se han olvidado los hombres de la Lemuria y, los pocos que la recuerdan, la han vuelto leyenda? ¿Y qué si ya no representamos nada el uno para el otro, señorita, con nuestra tempestad y nuestra furia, y el único sonido que queda es el ulular triste y lento de los acantilados golpeados por la muerte? ¿Y qué si no? En cualquier caso, Adriana, prefiero su silencio al silencio de cien mil peces. Prefiero su furia, su descontento, pues sabré que me recordará como un pobre marinero enamorado y no como un enemigo; en el mejor de los casos, como un amigo que traía siempre una chispa en sus ojos por si a usted le molestaba el frío.
Tal vez ya hablé de más y, espero, sabrá perdonarme. Apelo a que recuerde que se emocionaba platicándome sobre sus letras, sus muertos de todas las edades, y cómo yo asentía, sin saber de qué me hablaba; cómo miraba la llama que se encendía en tus ojos y que pensaba que qué raro era encontrar fuego en una criatura tan de mar como es usted. Que qué raro era que me sonriera cuando notaba que yo me quedaba en silencio, mirando, mirando y no queriendo proseguir con nuestras charlas, cualesquiera que hayan sido. Apelo también a que recuerde las estrellas de las que tanto hablamos; las que hablaron para vernos hablar juntos. Y apelo también a saber que le importó. Que, al menos ese día, llegó a su casa y pensó en mí. La imagino, recargada la mejilla en su mano, mirando, desde alguna ventana suya, las estrellas. Que quiso que alguien la invitara a mirarlas, a examinarlas como mapas —las estrellas son mapas para conocer a la gente. La tomaré de la mano algún día, Adriana, y sabrá lo que es amar el cielo y el mundo y perder el miedo al tiempo. Dos que se aman le dan miedo a la vida y al cosmos le dan a probar una gota de eternidad.

            Quizá algún día, ya demasiado tarde, la volveré a ver, Adriana. Supongo que cuando se es feliz es cuando más azota el silencio; el parpadeo que cubre la tierra entre ola y ola; el breve lapso en que usted deja respirar las aguas. Aún ahora creo que no habrían bastado todas las arenas del mar para darle freno a eso que, estoy seguro, era amor. No es sordo el mar, dicen los demás marineros, y es verdad, pero sólo escucha a los hombres que ama. Siempre me preguntó, con esa sonrisa suya, por qué le decía “mar”, Adriana, y es que sólo la puedo pensar a usted, toda olas y espuma y estrellas, si pienso que su padre fue el mar. Toda usted es mar; del mar viene y al mar ha de volver. Y también a él he de volver yo. Espero, no sin trémula emoción, el día en que las corrientes marinas nos permitan reunirnos.

            Se despide con el corazón en el mar que es usted:
           

Sergio de Martínez y Medina
                                   8 de mayo de 1822